No conocía yo este noble apartado en el que uno va y suelta lo que quiere para desahogarse.
Pero me parece muy útil. Y barato.
Aquí se puede uno ciscar en cualquier prójimo (incluso si está alejado) y total.... por ná.
Pues...¡hala!..., visto lo visto, me voy a desahogar. Aunque lo mismo ni lo necesito. Total....
Ahí va... y de carrerilla...
Era, Lamberto García, de padres desconocidos y de ello se ufanaba, porque a fuer de ser sincero, más vale desconocerlos que tenerlos a desgana.
Porque hay herencias genéticas que más vale estén ocultas, no sea que, en conociéndolas, mil reales dieras por borrarlas. Y digo mil reales como podría decir quinientos euros o más. O trescientos maravedíes que es moneda muy sonada en los cantares literarios de épocas doradas de nuestras artes escritas.
Lamberto era hombre sano de espíritu y de cuerpo.
De espíritu así lo parecía pues no se le conocía enemigo ni adversario, ni se advertía que hubiera causado sangre alguna a sus semejantes. Es más, era tenido por alegre y jovial y mejor persona. Y en ello destacaba mucho más que en ser buen cocinero (por poner un ejemplo).
De cuerpo lo era tanto que la enfermedad era en él una rareza. Una vez le operaron, pero tan solo porque le sobraba cantidad en su aparato reproductor. Una nadería y una vulgaridad. Y nada más. No se le conoció un esguince, ni tenía mocos en invierno. O sea…una pasada de sano.
Lamberto se dedicaba a sus ovejas y a sus cabras (era pastor, pero lo puntualizo y aclaro por si algún lector se me despista). Es que, para que sea un villano, no se me ocurre ahora adjudicarle otro menester.
Se pasaba el día afanado en el cuidado de sus rebaños y disfrutando de la vida contemplativa. Ya contemplaba a una cabra, ya contemplaba a una chiva (no tenía alternativa).
Rodeaban a sus lares las tierras de la nobleza;
esa que se pone tiesa, se sube en un pedestal
y que mira por encima de su talla natural
a cualquier villano llano que more por el lugar.
Esa clase que se precia de que puede despreciar
porque sí, por los sus genes, sin pararse a valorar:
primero, si es que hay derecho a otorgar el bien y el mal;
y, segundo, ¡y tiene guasa! si la primera piedra está dispuesta a lanzar
cuando el posible agredido no ha hecho ni comenzar
a facer las felonías que en la nobleza es normal.
De tarde en tarde (o sea muy pocas veces), Lamberto bajaba al pueblo y allí compraba lo que necesitaba (una navaja, una pelliza, botes de coca-cola, porque sí, porque a los pastores también les gusta la coca-cola y algo de membrillo…”pa´ con el queso”…).
Un día, como hace un par de años, abrieron en el pueblo un garito con señoritas “para alternar”. O sea con señoritas “para variar”. Es decir que “para variar” había señoritas. No sé si me explico.
No era de extrañar. El pueblo contaba con cerca de quinientos habitantes (más los nobles), de ellos unos doscientos veinte varones. Y ya se sabe que los varones son propensos a gastarse el dinero en las nenas.
Así que, hecho el estudio de mercado correspondiente, parece ser que el pueblo daba el perfil para que el garito fuera un éxito.
Lamberto cayó en la trampa comercial (no fue el único). Y durante unos meses, no muchos, abandonó a sus ovejas y sus cabras algún que otro día y alternó. O sea que un día con una y otro con otra. Señorita, aclaro, no cabra.
Hasta que se cansó y no diré el porqué. Me reservo la incógnita para futuros capítulos de esta historia que nunca escribiré. El hecho es que se cansó.
Sin embargo había cogido inmerecida fama. Sus más frecuentes idas y venidas al pueblo le hicieron merecedor de los dimes y diretes de los moradores (más bien de las moradoras) de la aldea y, sobre todo y ante todo, de los infundios e insultos de la nobleza.
Y durante tiempo y tiempo, sin merecerlo, fue objeto de comentarios y hasta de desprecio. Sin comerlo ni beberlo. Sin bajar al pueblo más que para comprar su cosas y tomarse un chato en el bar de Nines, que fue amigo suyo de pequeño y aún le trataba como tal. Además, Nines preparaba unos callos con garbanzos de meretriz progenitora (o sea… ¡de puta madre!).
Y así, siendo otros los clientes del garito, él llevó la fama y sin cardar la lana. Y eso que era pastor.
Hasta que un día se hartó. Y se dijo: “si ando de boca en boca, que sea por algo”.
Y quiso dar la campanada.
Buscó a una de las mozas del garito y le propuso guerra.
Y la noticia corrió como la pólvora. Todo corrió. Menos el pobre Lamberto que no tuvo oportunidad de correrse porque la moza enfermóse el día de la cita y no pudo haberla (la cita, la guerra y la corrida).
Ello no fue óbice ni cortapisa para que por el pueblo se comentara que la chavala en cuestión no se puso mala, sino que asustóse al oir los comentarios de los lugareños acerca del descomunal tamaño del cayado del pastor. Y digo cayado por no decir polla que es una ordinariez.
Y así, sin comerlo ni beberlo, trocóse el santo y seña de Lamberto.
Pasó de ser sano de cuerpo y espíritu a afamado follador. Y eso sin catarla.
Hoy Lamberto García vive alejado del pueblo que le dio fama. Y vive bien (me han dicho).
Cuentan que vendió el rebaño de ovejas y, también, sus cabras. Y se compró un chalé en Lepe donde la gente se ríe de sí misma y eso que llevan ganado.
Ya no pastorea, pero ha montado una fábrica de hilaturas, porque ingenio tiene. Y vende lavadoras a los chinos. O levadura. Claro que para eso la fábrica sería de cervezas. O de fanta-limón. Bueno, no me aclaro, pero algo así me han dicho.
De manera que Lamberto optó, sabia decisión,
por situar al villano, al villano en su rincón.
En un rincón de ese Sur que de pequeño vivió
y que a él le gusta mucho, tanto como le gustó.
Allí no existe nobleza que le pueda embadurnar
de los dimes y diretes de su pueblo natural.
No es que Lamberto esté en Babia, es que, ahora, lo que ocurre es que muerta la perra se acabó la rabia.
NO CONTINUARÁ… se acabó.