Iniciado por
Gerundio
Puede que sea un cuento, blando y muy cursi, pensad lo que queráis. Tiene poco que ver con el asunto que tratamos, pero de ello algo hay. Y todo lo que os relato quizás sea verdad o pura fantasía. En ningún caso, aunque os parezca contradictorio, es una mentira. No lo es. Sin pistas, que alguno de por aquí, estoy seguro, esta historia la recordará.
Hace muchos, muchos años, probablemente más de los que tú tienes ahora, estudiaba en un internado. Un muy conocido y frio internado (nevaba durante todo el invierno) en el que, a los niños difíciles, los padres tenían a bien encerrarnos. Yo pasaba ahí solo las temporadas de verano. Y digo lo del frio por que, aún siendo canícula, necesitabas una manta por la noche para poder dormir en condiciones. Frio, mucho frio.
He de deciros que éramos lo peor de cada casa, entendido a como se consideraba lo malo en aquellas familias más católicas que el Vaticano, de rancios abolengos y disimulo del escaso peculio. No hay excusa. Pero aquello no era forma de tratar a unos críos. Lo llamaban internado, pero no era más que un puro correccional, ocultando su carácter bajo la patina de lo cristiano. No se vayan a asustar los amantes padres que descansaban, pobrecillos, de hijos malsanos y tanto traqueteo, encerrándonos en tan caro colegio. “Ahí te pondrán recto”. En vereda, me decían los míos por castellanos. Y ellos, tan panchos. ¡Que habían pasado una guerra!
Y recuerdo, especialmente, al profesor de matemáticas. Un autentico sádico. No solo la materia era dura sino que, además, su disciplina era insoportable. De los de la vieja escuela. Gustaba de pellizcar con extremo dolor. En ocasiones estiraba de las orejas hasta hacerte saltar las lágrimas y, lo común, era golpearte las manos con una regla. Nosotros, indefensos. Mal encarado, desagradable, con insulto fácil, nos humillaba constantemente. Y siendo unos chavales, sobre los 12 a 16 años, aguantando, todos asustados. Dicen que la letra con sangre entra. No solo la letra, os lo aseguro, incluid los números y sus cálculos.
Pues bien, durante una temporada ese profesor tuvo una enfermedad que obligó a su sustitución por una maestra. Y como ya sospecháis, el cambio, por lo que me comentaba un amigo ya mayor y sus compañeros de clase de la misma edad, yo por entonces tendría 14 años y el ya 16 y muy cumplidos, era de lo más favorable. Ambos en la misma clase, pues él era de los repetidores, con ganas de reiterar, siempre comentaba que no pasaría de curso hasta entenderlo todo muy bien, que así es como se consigue el bachillerato y, en aquella época, la reválida. De cuarto, por más señas. Un guiño al lector de mi época.
Yo solo veía a una mujer, muy joven, educada e infinitamente amable. Y dulce. Despertó mis simpatías. Pero en el grupo de los mayores, muy especialmente en mi amigo, causó verdaderos estragos. Yo no entendía nada, ni esas sensaciones ni esos sentimientos. Y cuando los oía hablar mientras jugábamos al futbolín, pensaba que se habían vuelto locos. Todos. De remate. ¡Son raros los mayores!, pensaba.
El asunto derivó, hoy si puedo comprenderlo, en una clase en la que, un grupo de alumnos bebían los vientos por la profesora, los mayores, mientras otros, los más pequeños y numerosos, yo entre ellos, nos reíamos de las tonterías que los primeros hacían para llamar su atención. Y la maestra, la jovencita maestra, a su vez, sonriendo, con una paciencia que hoy puedo calificar de santa, intentaba poner orden y cumplir con su cometido, el que aprendiéramos matemáticas. Y mi amigo, un gamberro de tomo y lomo, sufriendo una pasión descontrolada, pasión, si, pasión, tan enorme como el sarpullido de granos que le llenaba todo el cuerpo por la explosión hormonal que experimentaba. ¡Qué días y que tiempos!
Durante unas semanas perdí contacto con él cuando, por las tardes, nos dejaban pasear por el pueblo durante un par de horas. Desaparecía. No iba con grupo alguno. Tampoco importaba, era de los mayores y suponía que tenía otras diversiones. Y los domingos, sucedió así durante pocas semanas, cuando algunos padres se perdían y pasaban por el colegio a ver como seguían sus dolientes bultos, el salía del internado a primera hora y no volvía hasta las 9 de la tarde, hora en la que se cerraba la entrada. Por lo demás, su comportamiento era el habitual, simpático, gamberro, buen compañero, me apreciaba. Menos mal, era un tipo gigantesco, de los que más vale tener por amigo. A las preguntas contestaba con evasivas: “tengo cosas que hacer”, “han venido mis padres”, “he visto a un familiar” “no me molestes, enano”………. Tampoco insistía mucho, salvo esas situaciones puntuales no había cambio alguno en su comportamiento. En aquella época, con el futbolín, mi real amor, ya tenía bastante.
Pero toda dicha tiene fin. El profesor, mejor dicho, el sádico, se recuperó. Y tornó a darnos clase, con el estilo de siempre, es decir, sin ningún tipo de miramiento, volvieron los insultos y los golpes, la tristeza y el ambiente gris se apoderó de nosotros. Y todo ello sin tener noticias de la maestra. Mi amigo lo aguantaba muy mal, en eso había cambiado. Yo y todos, pero él en mayor grado. Aunque seguían sus desapariciones, a las que ya me había acostumbrado.
Hasta que pasados unos días, pocos, dando clase con el sádico, se presentó la profesora a despedirse. Fue una sorpresa. Se iluminó el aula con su presencia. Pero para indignación de todos el sádico la increpó, ¡que como era posible que interrumpiera la clase! ¡que que se había creído! ¡que no era más que una niñata sustituta sin educación alguna! ¡que hablaría con la dirección por la impertinencia! ¡que vaya ejemplo para nosotros! Un energúmeno, eso es lo que era. Ni ahora entiendo esa actuación.
La maestra, hoy puedo decir una niña hermosa, nos dio un sencillo adiós, mostrando cara de sorpresa, pena y estupor, abandonando la clase y mirándonos sin saber bien qué hacer. Eso, ni ella ni nosotros sabíamos que hacer.
Y entonces sucedió. Mi amigo, uno de los mayores de la clase, cerró de un golpe el libro, y sin decir ni mu se levantó, y con una frialdad que aún hoy me sorprende, se dirigió al profesor que seguía increpando a su sustituta. El tipejo se dio cuenta y gritó al alumno un “¡Vuelva a su pupitre, estúpido!”. No pudo decir más. Sin mediar palabra se acercó al profesor y os lo juro, giró sobre sí mismo para tomar inercia e impulso y le arreó un puñetazo, un puñetazo de tal calibre al rostro que el profesor se quedó quieto, con los ojos abiertos, solo los brazos cayeron inertes y comenzó a balancearse y balbucear, momento que aprovechó mi amigo para lanzarle un segundo puñetazo a la barriga. Un segundo y tremendo puñetazo. Se dobló y el sádico se desplomó.
La clase en absoluto silencio. Nunca he apreciado el silencio tan claro, porque el silencio se escucha. Ahí lo oí por primera vez. Todos quietos, con la boca abierta. Si volaba alguna mosca esta murió del susto. Volvió mi amigo sin decir palabra a su pupitre, se sentó no sin antes lanzar una mirada a la profesora y esta, aguantando la mirada, ojos llorosos, fue la única que habló. Solo se escucho un suave “No, no, por favor, no”, salió de la clase y llamó a los celadores. Lo que siguió no merece mayor comentario. Un buen follón y expulsión del alumno.
Y siguió el verano y el curso. Sin mi amigo ni la sustituta, no volví a verlos. Lo sucedido se fue olvidando. Y siguieron los insultos, los malos modos y los abusos. Pero al menos en ese curso y verano, hubo otros muchos, el sádico no volvió a levantar la mano. Quizás porque sabía que el camino estaba mostrado, trillado, y aun siendo unos mozalbetes, nos hubiéramos defendido. Era un sádico, si, pero cobarde.
Le perdí la pista a mi compañero que volví a recuperar, algunos años después, en la facultad (la facultad de seguir haciendo el gamberro) Algunas veces, muy pocas, cuando recordamos tiempos pasados y esa concreta anécdota, le comento lo valiente que fue. Y siempre me contesta lo mismo, sonriendo, “cosas de un alumno y su maestra, Gerundio, y ese examen, al menos ese, lo aprobé”. Pues será eso, pues no añade más ni yo pregunto, dice que hace mucho tiempo, que no gusta comentar intimidades y lo tiene olvidado. Aunque yo sigo recordando esa mirada que cruzaron, porque con la edad y eso que llamamos de forma cursi “el transcurso de la vida”, quizás sea eso, a mi me ha sucedido alguna vez, solo se cruza una mirada así si hay una historia por medio. Afortunadamente, añado. Por eso lo recuerdo, y por eso mismo, estoy seguro, el también.
Algunas veces, muy pocas, la realidad es un puro cuento. Blando, rosa, fácil, azucarado, de pañuelo, es cierto, pero así son algunos caramelos. Y muy de tanto en tanto con placer los degusto. De los muy amargos y duros, por obligación, por torpe, por cabrón, porque me toca o por mi escaso gusto, estoy ya harto.
Y colorín, colorado, este cuento, si lo es, se ha acabado.