Recuerdo haber leído una afirmación que me pareció genial en la novela que ganó el último premio Goncourt, el que conceden en aquel restaurante de París al que olvidé llevarte. Ya me perdonaréis que no acierte a reproducir la cita exacta. Perdí el libro, pierdo tantas cosas. O lo dejé, que viene a ser lo mismo. Escribía el autor galardonado que el sueño de cualquier biógrafo sería poder haber escrito algo cómo que Jesucristo llamaba la atención porque, siempre, en mitad de su discurso, sufría un notable y aparatoso tic en el ojo derecho.
Tendría su gracia escribirlo y leerlo!
Salvando distancias y mitos, y remontándonos mucho más en el tiempo, creo que otro sueño imposible de biógrafo sería poder describir cualquier banalidad del primer agricultor, aquel buen griego, que decidió plantar olivos en el Peloponeso. Porque hacedor de milagros podía ser uno, pero no menos el otro. Y así, el relatador de semblanzas, nos ofrecería retrato fiel de manías, virtudes y vicios, de quien hizo posible el espectáculo de la oleada plateada de aquellos olivos que se precipitan al mar desde Delfos.
Oleada, espalda de Dragón o ala de un Pegaso emergiendo. Tanto da. La visión es fantástica. Quien haya estado por Delfos lo sabe.
Hoy, Oliba, por fin habla de olivos y olivas. Y de biógrafos frustrados. Ninguno, a ciencia cierta, perderá el tiempo en contar las hazañas del atlante que me invitaba a tomarlas donde no podía ya entrar, ni del extraño que casi copia mi Nick, que no el estilo, en otros ambientes disfrazado de pobre gringo, que no griego, y sin darse cuenta que su corrector automático banalmente lo delata desvirtuando la bella práctica. Y yo ya me entiendo. Y alguien más. Y me basta. Por hoy me basta.
Hoy hablo de olivas de Kalamata. Las sirvieron aquel Viernes de Abril, en la cena, cómo parte de un aperitivo interminable fruto de la imaginación del que luego debió heredar la gestión de los fogones del que fue su maestro, el gran Santi. Mesa ovalada, sillas claras de corte clásico, iluminación perfecta, côte à côte, las olivas entre nosotros, distintos colores dependiendo del tiempo y método de curtición. Pocas, escasas y carísimas, cómo casi todo lo bueno. Como mi côte izquierdo aquella y tantas noches. Deliciosas, las aceitunas griegas. Deliciosa ella.
Continuó cena, con, de nuevo, aquel majestuoso jarret de ternera dorada a la miel, y después velada, con humo y pobres espirituosos, en la cueva de la otrora fugaz embajada. Y allí en sofá y rincón, que sólo prometía ser discreto, volaron mis años de sobra, que siento demasiados, como volaba el grana de tu vestido descubriendo blondas negras y encajes fruto del sudor de novicias. Baile de grana, negro, rojo y piel clara. Y a la velada siguió la noche, la risa, el champaigne, el carillón de copas y el tintineo de tus pestañas. El licor de expansión decantado a mi sangre para notarte en torno, más prieta, más fuego, más agua, más vez, más toda.
Amanecer tardío. Las venecianas de la cámara permiten, por un momento, la ilusión de dominar el tiempo. De ser patrón de momentos de felicidad y de poder aplazar sinedie despedidas
Fumo frente a ti.
Te miro, cómo cada mañana juntos. Tomando el valor que me escasea para despertarte.
Ahí estás, enamorada de tus sueños. Desnuda sobre y entre el blanco. Cabellera de carbón y cobre desparramada, labios ligeramente abiertos en un beso. Manos de muñeca aprisionando colcha y sábana. Duermes, mi, por horas y horas mía, niña. Duermes plácida y complacida de tu sueño amante.
Martilleo suave en la puerta. Una pluma clavando un clavo. Entra el carro de las delicias de la mañana, servicio reluciente, porcelanas claras sobre capa de algodón y lino. Café y bollería recién horneada me roban tu aroma de mis labios, me enmascaran por un momento mi mismo yo en tu piel tan suave.
Ella te mira. Medio siglo en vida y muchos años de exilio. Fuerte, dura, complexión eslava. Te mira y entona un oooh sin sonido para no romper el sello de tus párpados. Te mira y admira. Parece quererte por un momento.
Me mira
Me ve
Me conoce
Ordena y limpia mi oficina desde hace años por las tardes. Sirve en el hotel por las mañanas. Sus ojos eslavos se sorprenden. Pero calla. Sirve el café humeante sin articular palabra.
Nunca me habló de ello. Yo tampoco. Hasta hoy.
Pero al poco conseguí contratar en oriente, en hambre y origen, a su marido, su hija y su yerno. Hace poco, poquísimo nació su nieta. Anteayer la conocí. Y volví a ver aquella eslava madura que ya no conoce exilio, entornando los cansados labios, acariciando aquella misma O imaginaria que te dedicó aquel abril, mientras me mostraba, ahora, la carne de su carne.
No sé porqué nunca lo conté. Y hubo ocasiones. Ni porque lo cuento hoy. Quizás porque apetecía hablar de olivas, de olivas de Kalamata, curtidas de varia forma, almendradas, de buen calibre y carne prieta, las que cenamos, las que tomamos en el jardín al mediodía con tu Martini y mi amargo, porque precedía el hasta pronto, Americano, mientras la primavera, joven, te acariciaba con su luz la camiseta marinera. Las Olivas fruto del milagro de un hombre antiguo, esclavo de rocas, polvo y tierra árida, cuya vida llenaría de sentido la de un biógrafo, tanto cómo, tantas veces, llenaste la mía.
Olivas, milagros. Una buena vida. Mi biógrafo lo sabe.