En plena luz no somos ni una sombra.
A. Porchia
Ella lleva zapatos planos, vaqueros y una camiseta. Viste de forma sencilla pero elegante. Tiene mucha clase. Es una venezolana rubia y de rasgos exóticos que se mira a cada rato en el espejo e insiste en decir que ella no es tan bella como otras para que el interlocutor le regale un piropo que suena a pleonasmo. Lisa es muy guapa. Y también muy lista. “Si quieres sacar dinero a un hombre y vas de pija y de que no eres puta, no se lo sacas. Yo siempre he ido de humilde, he enterrado a mi abuela miles de veces, hasta mi madre ha llegado a llamar llorando para contarlo”. Ella es escort. Señorita de compañía, mesalina, meretriz, como se prefiera. Puta en cualquier caso, pero no una puta cualquiera. Una de lujo, de las mejores en lo suyo. Su familia lo sabe, sus amigos, también, aunque no les haga gracia. Cuando era una adolescente, con 15 años, tuvo un hijo. Sus padres tenían una posición acomodada pero eran muy estrictos. Ella se fue de casa y empezó a salir con un narcotraficante. “La primera vez me dio 10.000 dólares. Estuve cuatro meses con él y me acabó dando más de 50.000″. Sorprende la facilidad que tiene para acordarse de todas las cifras que ha cobrado durante su carrera. Sorprende, también, su sentido del humor. “Al narco le gustaban las jovencitas y yo perdí ese punto”. Con 16 años, dejó al narco y se puso a trabajar. Salía con extranjeros de visita en Caracas que le conseguía un taxista. De los 300 dólares que ella cobraba, 100 eran para el conductor.
Por la vía del taxista, conoció a un alto cargo de la Comunidad Europea. Y se fue a vivir con él a Bruselas. Ella tenía 18 años; él, 60. Ella tenía todo lo que quería; él se lo daba. Clases de francés, joyas, incluso 300.000 euros para comprarse una casa. Pero a los ocho meses, volvió a Venezuela. “No lo soportaba”. Pronto llegó otro hombre. Un asesor de Bill Clinton con el que se fue a Panamá. Dos años. Esta mujer conoce muy bien a la clase política. A lo largo de su vida, han paseado por su cuerpo altos cargos, ministros e, incluso, habla de una relación profesional duradera con un ex presidente de Gobierno, “muy guapo y muy caballeroso”, al que le gustaba que le siguieran llamando señor presidente. “Entre los políticos y las putas no hay mucha diferencia. Las putas hacemos la pelota a los tíos y ellos se hacen la pelota unos a otros”.
El asesor de Clinton no tenía tiempo para ella, así que lo dejó, se vino a España y se puso a trabajar. Encontró su sitio en un club de alterne de los llamados de élite. Fichaba los siete días de la semana, con una media de cinco servicios al día a un mínimo de 300 euros. Pero eso no era todo. Por la mañana tenía clases de inglés. Luego, la universidad, Historia del Arte y Filología Hispánica. Y más tarde, algún curso de diseño de moda. Ella sigue sin entender porqué muchas de sus compañeras se lo gastan todo en ropa y en cocaína. Ella, mientras, se ha dedicado a ahorrar. Tiene dos buenos pisos en Madrid, casa en su país y hasta una pequeña empresa allá. “Yo siempre he tenido un objetivo para todo esto, mi familia, mi hijo”.
El amor lo guarda para su familia, para su hijo. Y el placer… “¿Cómo voy a gozar si estoy pensando en que tengo un examen y luego tengo que ir a la peluquería y hacer mil cosas más?”. Sólo recuerda una vez en la que disfrutó de verdad. Fue un servicio con una señora de unos 40 años, se la llevó a su casa y tuvo cinco orgasmos seguidos. Por lo demás, poco. Nada. “El sexo para mí es secundario”, dice sin darse cuenta de que acaba de enunciar la paradoja de las profesionales del sexo. Las putas, como ella misma repite sin ningún reparo. Ella lo tiene claro. “No por cobrar 3.000 euros soy mejor que una puta de la calle que cobra 20 euros. Somos todas iguales, todas abrimos las piernas por el mismo motivo”.