A menudo me pregunto el por qué no nos centramos más en los detalles previos a cualquier experiencia o cita. Quizás es que socialmente no estamos acostumbrados a demostrar nuestro pequeño gusto por el detalle, o es que sencillamente creemos que la cita sólo tiene interés por sí sola, pero veo que casi no se habla del antes.
En mi caso, la cita empieza, ni más ni menos, en la Van, caminito del hotel. Pierdes la mirada más allá del cristal lateral, y oyes el murmullo entre dos, quizás tres, asistentes que han coincidido en el servicio. Las farolas pasan rápido, pero el viaje siempre es monótono y oscuro. Cierras los ojos, y entreabres los dedos imaginando su abundante y liso pelo entre ellos... y el sentimiento, casi siempre, es de melancolia. El arraigo entre aquellos que viajamos es inexistente, y cualquier recuerdo pretérito se traduce en un anclaje emocional. Cuanto hace que no estaba aquí? Una semana? Un mes? Quizás fue en Navidad?
Ingresas en el hall, desierto a estas horas, charlas brevemente con algún colega despistado que busca melatonina para poder descansar, y subes a la trigésimo tercera planta con un ligero abatimiento. Abres la puerta, y no te fijas en si, esta vez, hay una cesta con fruta o una cajita de dulces... Tan solo te apetece colgar la americana, correr las cortinas, y volver a mirar a través de los cristales. Ves tu reflejo, y te preguntas quién está dentro y quién está fuera... Miras al cielo, y decides convocar el espíritu de Cole, así que abres tu ordenador, ingresas en Spotify y encuentras aquella lista de jazz que tantos momentos te ha maquillado a lo largo de este año... o ya son dos?
Lo notas. El corazón te late al ritmo del trompetista, e incluso te atreves a tararear con delicadeza el solo del buen hombre. Lo haces mirándote al espejo, sacándote la corbata, tirando la camisa al suelo. La horma encaja en los zapatos ingleses, y el pantalón baja por tus piernas acariciando esos músculos que en la universidad bailaban sin fin. Abres el maletín, sacas el censurado neceser, y vas dejando tus productos con un poco de orden. En pocos segundos te sientes como en casa, y ese mármol blanco de carrara ya te parece menos frío. Recoges la ropa, la dejas en su bolsita pendiente de la lavandería, y abres el agua caliente de la ducha. Aumentas el volumen de la música al ritmo de la letanía del buen cantante, y toda la orquesta se viene a arriba. Entras de sopetón, te quemas, te sientes vivo, cantas con estridencia y alegría. Miras el reloj y calculas el tiempo disponible... exclamas y celebras con alegría dulzona haber encontrado el punto al termostato, y empiezas a conjurar todos los productos italianos de limpieza y aseo. Como casi no oyes la música, entonas de oído y con seguridad el pasaje que va llegando, y explota el público con el solo del contrabajo...
Cierras el grifo envuelto en una niebla puramente asiática, y alcanzas la toalla colgada con esmero en el colgador... Te secas, te acaricias, te inspeccionas, te gustas. Ya estamos a medio camino de los 40, pero, oye, qué bien me siento...
Algo de gel exfoliante mezclado con la delicada espuma de afeitar, y una cuchilla escaldada que recorre tu cutis y mandíbula. Te recreas en los detalles, y te apresuras a hidratar y humedecer la cara. Quedan minutos, Thomas, te dices a ti mismo, y te oirías si no fuera por que tu atención está en tu teléfono, y por si fuera poco, el pobre Apple desgañita una somera improvisación de Jack con su guitarra.
Justo tienes tiempo de envolver tu cuerpo en el albornoz de hilo, que recibes la llamada de recepción. Sr. Crown, una señorita pregunta por usted Autorizas el acceso y sugieres que sea acompañada tu puerta...
Saltas al dormitorio, rebajas la luz, perfumas el ambiente, buscas la música adecuada y te diriges al recibidor de la habitación. No lo buscas, pero te encuentras con el cristal. Nuevamente. Y la oscuridad tras él. Pero esta vez sonríes, y te guiñas un ojo, mientras en la puerta suenan unos delicados nudillos.