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¿Pero dónde está Harris? IV
Arbogas llevaba corriendo quince minutos por el buque sin encontrar una salida. Las puertas que aparecían en su huida, en un ambiente ennegrecido, desolado, sucio de abandono, permanecían herméticamente cerradas. Con la falta de luz, se guiaba mal, pero creía que recorría una superfície rectangular, pasando cada pocos minutos por el mismo lugar. Se agarró a la barandilla, que tembló como las cuerdas de un cuadrilátero. Estaba fría y oxidada. Mirar al vacío era contemplar un hoyo negro que imponía. Un rumor a maquinaria se oía a lo lejos. Hasta allí quería acercarse, pero no daba con el camino, y tarde o temprano, el marinero que había encerrado en su camarote, daría la voz de alarma.
Las placas de acero que formaban el suelo que pisaba se movían produciendo mayor algazara a su escaramuza. Debía encontrar una salida antes que dieran con él. Observó de nuevo el vacío oscuro. Alargó todo su cuerpo que formó un boomerang. La barandilla quejumbrosa cedió a su peso, pero no se rompió. Esa incómoda y peligrosa visualización le había servido para comprobar que debajo existía un pasillo idéntico, pero no había escaleras para acceder a él desde allí. Improvisando una cuerda, Arbogas se quitó los calcetines. Los estiró poniendo a prueba su elasticidad, y rogó en alto para que ese nudo y ese par de prendas de lana, le permitieran llegar entero al siguiente nivel. Su breve oración tuvo el mismo eco que si la hubiera realizado en una capilla en ruinas. Cierto halo de misticismo rodeaba esa misión. Anudado uno de los calcetines a la base de hierro de la barandilla, dispuso a deslizarse. La tela estaba impregnada de sudor, al igual que sus manos, y antes que pudiera organizar un aterrizaje seguro, sus dedos resbalaron, desplazándose su cuerpo, primero contra la pared y luego rebotando sus salientes homoplatos contra el suelo. No había sido doloroso, pero el estrépito había sonado como una detonación en una mina. Esperaba que un griterío de marineros prosiguiera a su caída, pero sólo pudo escuchar un remor, a tractor en marcha, que no era otra cosa que su propia respiración que se recuperaba de ese instante tan apurado que había pasado. Se apoderó de nuevo de la prenda de vestir, como si fueran el tirador para llamar a la servidumbre, y los guardó en su bolsillo. Podía volver a utilizarlos.
Con los pies desnudos, sus recorridos por el pasillo eran menos sigilosos.Tras un minuto de corretear medio agachado, como si estuviera en el campo de batalla preservándose del enemigo, dio con unos escalones, (fabricados con distinto material que el de los módulos donde había estado hasta ahora), que daban acceso a una puerta de madera sin pomo. Hizo fuerza hacia adentro con un par de dedos. Era pesada y no cedía, pero vio que tenía una ligera apertura. No estaba cerrada. Permaneció en el quicio hierático, conteniendo casi la respiración, en búsqueda de algun ruido que le indicara que esa habitación estaba ocupada. La dominaba el silencio, así que con voluntariosa decisión y el empuje de ambos brazos, penetró en la estancia. No se trataba ni de una celda, ni de un camarote, era un lugar amplio, con dos escalones más a la entrada, una mesa ancha llena de cajas, unas amplias hojas oscuras y una guillotina al lado. Al fondo había un armario y varios barriles de pequeño tamaño. Parecía el polvorín. Antes de bajar esos escalones, Bertram fue atrapado por una presencia que imperaba en esa habitación. La dominación insultante de un fuerte olor obligó a que bajara el cuello y se tapara la cara con su jersey. Era difícil respìrar y allí no había ninguna ventilación. Avanzó dirigiéndose a la mesa. Las cajas de madera y latón contenían puros, y en la mesa había algunos por terminar. Fue mientras examinaba uno de ellos, cuando escuchó que la puerta se cerraba de nuevo. Creyó sentirse atrapado otra vez, pero una voz risueña, que no le daba importancia a su presencia, le saludó, retomando sus quehaceres. Sin más palabras, sólo con el crujido de la guillotina sesgando parte de las hojas de tabaco que se apilaban en uno de los extremos de la mesa, el hombre volvió a hablar, concentrado en su labor.
-No están. Todavía no están -el manipulador se tomó una pausa, y mirándole a la cara, le preguntó-. ¿Ha venido por eso, no?
-Claro -sabía mentir, y su locución no contenía partículas de duda.
-Se tendrá que esperar entonces. Tome asiento -los barriles eran la única "silla" disponible, pero no se atrevía a moverse-. Me piden que haga un trabajo impecable. Esto es artesanía pura. Un trabajo manual que requiere su tiempo. ¿Construiría una catedral en dos días? ¿Cocinaría un "strogonoff" en veinte minutos? ¿No, verdad? Pues no me pidan que prepare dos cajas de habanos para la cena, con tan poco tiempo. ¡Siéntese!
-¿Dónde?
-Usted mismo -el pelo del manipulador, oscuro con algunas hebras grises, bailó hacia un lado. Era largo y formaba dos capas en forma de telón a ambos lados de la cara, al estilo fregona. El detective, no sabía cómo actuar, y liberado de su mascarilla, su andar era lento y pesado, como si las cadenas le barraran el paso como le ocurrieraa unos minutos antes en su calabozo.
-Tome asiento mientras termino. No tardaré -el tipo encendió un cigarro, más delgado que los que estaba fabricando-. ¿Quiere uno? -una sonrisa forzada al exceso, de vendedor que te está endilgando un saldo, apareció en ese hombre. Tenía una mirada estúpida. Arbogas aceptó, no quería importunarlo, y era mejor ir siguiendo su juego-. Le encantarán, los hago yo mismo -tanta ambilidad le habría ruborizado, de no ser por el ambiente irrespirable. El hombre exhaló un par de caladas al aire, y un hedor de hojas de ciprés en incandescencia empezó a revolotear entre ellos. Arbogas sentía como el aire corrupto, empuñando la soga de la pestilencia ahorcaba cualquier intento por respirar. La luces dibujaban el recorrido en el aire de esa humareda, que igual debido a su imaginación, veía no tan sólo espesa, sino con tonalidades verdes. Volvió a taparse, no quería acabar inmerso en un delirio.
-¿Qué le parece amigo? ¿No está en la gloria? Una vez estuve sentado dentro de una glorieta. Llovía. Pero de eso hace muchos años. ¿Qué me dice? -el cigarro había aumentado la hilaridad de ese personaje, poco familiarizado con el equilibrio emocional-. ¿Por qué no fuma?
-Tendrá que darme lumbre. Me dejé el encendedor.
-¡Qué hombre! Así no terminaré nunca. No tiene asiento, no tiene fuego...-al aproximar su cigarro a la llama que le ofrecía, Arbogas contempló un hematoma en la parte izquierda de ese chiflado. Su sien había sido estampada por la furia de un buen contrincante. Una gota de sangre seca le brillaba en el párpado. El aire agrupaba emanaciones a pimientos verdes cortados y sopa de rabo de buey, y fumar lo mismo que su amigo, iba a enturbiar más la calidad de la atmósfera; pero no tuvo oportunidad ni siquiera de morder la punta del puro. De forma brusca y autoritaria, su interlocutor cambió de idea.
-¿Quién le ha dado estos cigarros? No puede fumarlos. No creo que esté preparado. Aún no. Le daré de otros -los cambiaron, pero al encederlo, vio que sabía y olía igual que el de su compañero, así que una vez que el anfitrión se giró para seguir cortando y enrollando hojas de tabaco, lo apagó.
-¿Qué tienen de malo? -una carcajada maléfica que no terminaba, cortó la teórica tranquilidad de la sala. Era una guturalidad salida de un hombre no de tamaño ridículo, pero sí de medida escueta. Con expresión de satisfacción, con brotes de risa aún en su cara, le contestó.
-No vamos a terminar. Así no. Le repito: ¿Qué tienen de malo? -tras un golpe seco de guillotina, lo retó, apretando los dientes al máximo, imitando la imagen de un roedor que agita sus bigotes examinando el terreno-. Ya veo que usted no sabe nada. Hombre de Dios, levántese de aquí -Arbogas lo obedeció con diligencia-. No le aconsejo que fume sentado encima de un barril de pólvora.
-Es mejor quedarse de pie entonces.
-Sí, hágalo. Ya estoy terminando -y tras una especie de canción que el hombrecillo canturreba, apostilló-. Precisamente eso, pólvora, contienen alguno de estos cigarros especiales que fabrico. Los de la vitola roja, están aderezados, ¿qué palabra tan bonita verdad? Cerezas con melaza, me encantaban de pequeño. Mi tía solía darme esa merienda si me portaba bien -la conversación tomaba tintes de desvarío, a medida que la superfície del cigarro que estaba fumando, iba menguando. Lo tenía totalmente hipnotizado.
-Tabaco y pólvora. ¿No es peligroso?
-Sólo un par de granos. Inapreciable casi. Los cigarros explosivos no son un invento mío. Aunque recuerdo que una vez calculé mal la ración y...-otra risa furibunda se hizo con él. Lo dominaba-. Bueno, bueno, los dentistas también tienen que vivir. Ja, ja -la humareda verde era tan espesa como la niebla portuaria en invierno. Los ojos de Arbogas estaban enrojecidos y escocidos. La pestilencia y la locura de ese personaje hacían peligrar su vida. Debía buscar una salida del polvorín. Además, esperaba que un grupo de marineros entrara por esa puerta en su búsqueda en cuestión de minutos.
-Si me promete que hará un buen uso. Le doy unos cuantos -no eran cartuchos de dinamita, pero podían serle útiles para organizar un plan de socorro-. Le regalo también una caja de cerillas, así podrá encenderlos -magnífico lote le había sido entregado, pensó Bertram. La caja de puros que estaba preparando estaba casi terminada. Mientras enrollaba las hojas de tabaco, haciéndolas rodar por la mesa, Arbogas fue interpelido:
-¿Embarcó en Liverpool? No le había visto hasta hoy -el detective afirmó desganado y sorprendido. ¿Cuándo había empezado la travesía? ¿Sería cierto que llevaba días de cautiverio? -. No, recuerdo que hicimos escala en Plymouth. Recogíamos mercancía. ¿Fue allí donde embarcó? -Arbogas no sabía qué responder y dejó que su compañero del polvorín siguiera hablando. Le costaba respirar con fluidez. La densidad de ese aire intoxicado le perjudicaba. Miró las paredes, desgastadas y sucias. Temía que por efectos de las emanaciones, algunas criaturas fantásticas empezaran a tomar vida en su imaginación. Puede que aún no en la de él, pero sí en la del fabricante de cigarros, cuya faena había sido concluida con un gong alertador que había producido al cerrar la segunda caja de latón. Hizo girar su silla, y arañando su estructura, enervado, poseído por el miedo que se identificaba con unos ojos abiertos, salientes y enrojecidos que casi palpitaban, le interrogó.
-¿En qué puerto se embarcó? Contésteme. No mienta. Lo sabré si lo hace -Arbogas apostó por una mediana sinceridad.
-No lo recuerdo.
-No le creo. Cualquiera sabe esas cosas.
-Estoy agotado. El viaje me marea. El humo de esta sala...Es sofocante -el hombre se acercó. Había desterrado su faz de pánico y una sonrisa que iba adquiriendo forma, le poseyó. Aspiró aire llenando su coraza pulmonar de ese perturbado oxígeno, y estiró los brazos imitando los gestos de un gorila que muestra todo su poderío en la selva-. Siento que le moleste. Es el olor del éxito. Lo hubiera dicho antes. Encenderé otro en su honor -de uno de sus bolsillos interiores, sacó una tagarnina de mayor tamaño que el último cigarro que había embainado. Era de color más oscuro. Una humareda negra le rodeó. Creía que ésta, trazando la forma de un puño, estaba golpeándole en la nuez. Sentía su amargor dentro del cuello. Quería toser y escupir, pero no se atrevía estando en esas circunstancias-. ¿Mejor así verdad? Le diré quién es. Un polizón -los ojos del detective eran ahora los de un sapo, pero no tardaron en apagarse. La tagarnina seguía haciendo su efecto a quien la empuñaba-. Sigilosamente ha entrado aquí. Sí, sigilosamente, despacio, sin hacer ruido. Ni siquiera lleva zapatos -eso le hizo recordar que guardaba los calcetines en el bolsillo del pantalón. Los enrolló com si fueran un erizo en peligro, y haciendo ver que se sonaba con un pañuelo, ese ligero aroma a sudor le dieron algo de vida. No quería perder el control de su mente en esos momentos-. Yo pagué esas chaquetas. Rextor Barrington no deja facturas pendientes, aunque las costuras de las mangas no estén bien acabadas -tiró de ellas para demostrarlo. Era una prenda vieja y raída.
-Entonces problema resuelto. Sería una confusión de la secretaria, la señorita Pennington. Confundiría el pedido. Entre nosotros...¡Es un desastre! -una calada que provocó otra andanada de nubes de ollín, selló momentaneamente la tranquilidad entre ambos. La visibilidad a pocos metros era ya costosa. Arbogas se giró buscando un espacio donde hubiera algo de oxígeno limpio. Estaba apostado en una de las esquinas de la habitación, al lado de la entrada. La puerta no estaba del todo cerrada y un hilo ténue de aire salvador penetraba por allí-. ¿Cuál es el siguiente puerto? ¿La próxima escala?
-Les pedí mi nombre en la etiqueta. Ni siquiera supieron bordarlo.
-100% polyester -leyó Bertram, después de darle la vuelta al cuello de la prenda.
-¿Y quién es Rowan Chester? Pagué por un género defectuoso, y me envían al chico de los recados, ¿para qué? -su locuacidad evidenciaba que ese individuo no estaba en sus cabales. Seguramente nunca habría conocido ese estado mental, pero debía aprovechar esa oportunidad, forzándolo.
-Las cambiaremos por unas de nuevas. Sin defectos, con su nombre y las costuras bien cosidas. Me encargaré personalmente de supervisarlas. Antes debe ayudarme. ¿A qué punto nos dirigimos? ¿Cuánta tripulación viaja en el buque? ¿Tiene algún mapa de la nave? ¿Hojas de ruta? Necesito algo de información -Rextor se sentó, girando su silla. El cigarro seguía prendiendo fuera de su boca, tumbado encima de una de las cajas llenas de tabaco machacado. Su mirada denotaba recelo. Notó como sus ojos viajaban de arriba a abajo como si fueran un rodillo que pinta una pared.
-Mi abuelo decía que desconfiara de cualquier hombre que no supiera fumar. Sabias palabras -le disparó varias bocanadas del puro, perdiéndole de vista. El humo era un manto tan espeso de color negro que Arbogas no pudo evitar toser. Era como estar metido dentro de la chimenea principal del barco. Ventando el aire, el rostro con posado estúpido de Barrington le aguardaba-. Siento no poder ofrecerle un pañuelo de seda para que se repase su sudorosa frente. ¿Está angustiado? No hará nada de lo que ha dicho. Es un hombre sin pasaje. Un mentiroso y un ¡polizón! -antes que Rextor diera la voz de alerta, Bertram, con las manos en la espalda, había alargado sus anudados calcetines. Ese loco al ver las intenciones con las que se le aproximaba, en ágil movimiento, agarró el mango de madera de la guillotina, liberándola de su estructura. Era un cuchillo enorme, que aun le hacía más menudo de lo que era. Lo blandió al aire, y con golpes de muñeca imitando a los de un samurai, cortó los calcetines por el centro, evitando así una arma que le pudiera asfixiar. Con las caras de la guillotina, sin causarle herida alguna, abofeteó las dos mejillas de Arbogas, para finalizar apuntándole debajo del cuello. La punta estaba en contacto con su nuez. Ambos quedaron inmóviles. Un vaivén inoportuno de la nave le habría rebanado el cuello. Rextor dio unos pasos hacia atrás, sin abandonar su presión con el arma blanca.
-Diríjase al otro lado de la habitación. Sin tonterías de por medio. No me gustaría "ensablarlo". Quiero ser recompensado por esta acción. Música, banderolas, confetis, medallas y agasajos -andando de espaldas, llegó a ese punto.
-Arrodíllese, puede ser peligroso -no tenía tiempo ni fuerzas para que el temor recorriera su sistema nervioso. Al cansancio físico y mental, se le unía la pésima respiración de los últimos minutos, y aunque no había perdido la noción de la realidad, apenas podía articular movimientos con destreza. Antes de que puderia desmayarse, Rextor apareció ridículo, con un gorro de aviador de principios de siglo, muy desgastado, con unas orejeras que se ataban por el mentón, y portando todavía la tagarnina, se aproximó a él y lo abrazó sosteniéndole la cabeza.
-¿Escalas, puerto? No sabe usted nada. ¿No nota que estamos volando? Viajando por el aire, flotando... Abra la boca, si no quiere que le estallen los tímpanos -una explosión retumbó en el polvorín. Arbogas permanecía con la misma actitud que uno tiene al estar recostado en la butaca de un dentista: amedentrado y con la quijada abierta al máximo. Olores a pólvora quemada y azufre entraron por su garganta. Volvió a toser. Se escuchaban ruidos de fondo. En segundos, lo que parecía un gato malhumorado, que era el efecto de empujar la puerta del polvorín, fue el preludio de la aparición de más personal en ese escenario. Se levantaron del suelo. Arbogas se tambaleaba. Parecía un bolo que no sabe si caer derrotado al parquet de la bolera, o permanecer orgulloso de pie, soportando el efecto del contacto con la bola.
-¿Qué ha sido eso? ¿Estalló parte de la carga? -había hablado el hombre del despacho.
-El sistema de comunicación es rudimentario. Tras los hilos siempre puede haber alguien escuchando. Encontré más oportuno hacer volar un poco de dinamita para llamar su atención. Si la carga hubiera volado, esta habitación estaría en otra dimensión -el celador del detective, que había hecho caer en una trampa para conejos, con expresión dura, lo apresó, sin recibir resistencia. Portaba un palo a forma de porra, al igual que sus dos compañeros, los que habían sido aleccionados unos minutos antes, por aquél tipo que parecía dominar la situación y que reprendió al que parlamentaba orgulloso.
-Está usted loco Rextor. Es un peligro. ¿Terminó los cigarros para la cena? -éste asintió asumiendo estar un rango por debajo de él, acatando de forma servil sus palabras-. El jefe estará contento.
-¿Habrá una medalla para mí? ¿Una corona de laureles? Como mínimo un par de cornetas tocando en mi honor...
-Vamos chicos. Ya nos hemos retrasado demasiado. Nos quieren a todos en el salón para la cena.
-¿Él también? Es un polizón, y un hombre peligroso. Regístrenle, tiene cigarros explosivos en su bolsillo, me los robó y me amenzaó con usarlos -el mollejón de pocas palabras lo registró con golpes secos, recuperando las cerillas y cuatro de las piezas que el encargado del polvorín le había regalado durante su encuentro.
-Bien, entonces ya podemos irnos. Usted también Rextor. No hay medallas, pero sí un buen banquete. Cualquiera lo deja al cargo de este sitio. Encapuchen a este hombre -a Arbogas, que ya había sido fuertemente atado por la espalda, con una cuerda menos gruesa que la anterior, pero fina y cortante como la guita para facturar paquetes en correos, le taparon la cabeza con una tela negra, una especie de bolsa para el pan, pero sin lazos. Abandonaron esa sala de infecto aire. El detective, tras dos pasos renqueantes, notó como un hormigueo recorría su cuerpo, sus oídos sonaban como si tuviera conectado un canal de televisión con la emisión cortada y sus ojos, perdidos en un campo de visión nulo, recibían manchas intermitentes de colores. No controlaba sus movimientos y se ladeaba hacia los dos marineros que lo transportaban. Necesitaba recopilar aire nuevo, pero con la capucha era imposible. Tras iniciar una sudorización extrema, perdió el conocimiento.
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