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Oneirofilias y confabulaciones: El espectro de la biblioteca.
Oneirofilias y confabulaciones: El espectro de la biblioteca.
-Tú decides. Puedes ignorarme y volver a salir por dónde has entrado y sumergirte en un viaje infinito a través de un alcantarillado de lo que hoy podría ser una mezcla de agua pesada de Fukushima y un inmenso montón de detritus del Camp de la Bota…o puedes contarme otra vez sobre la extraña enfermedad que atormentaba aquéllos lugareños.
Me fijé detenidamente en mi interlocutor. Era un anciano de unos setenta años, relativamente alto para la época de la que provenía, de complexión fuerte para su edad. Pude comprobar que no usaba ningún tipo de prótesis dentales y conservaba un cabello con pocas canas con la excepción de unas entradas que le daban un cierto toque de elegancia. Tampoco tenía arrugas en exceso, y portaba unas gafas grandes que dejaban ver la mirada tierna que suelen tener todos los que han cargado con el paso del tiempo. Iba ataviado con un uniforme militar de infantería que lucía unas divisas con tres estrellas de seis puntas. Noté que tenía un temblor en la mano izquierda que trataba de mitigar sujetando con la mano opuesta a la altura de la muñeca por lo que intuí que podía padecer del mal de Parkinson.
El anciano capitán esbozaba una sonrisa ahora, y ladeaba ligeramente la cabeza con gesto de esperar una respuesta. El silencio invadía aquella biblioteca llena de estanterías caoba. Bajé la mirada hacia la mesa desordenada con un juego de antiguas plumas estilográficas y una estatuilla de bronce estilo griego, tras la cual aguardaba el mis palabras.
-Tenía ocho o nueve años…me encontraba paseando con unos amigos y nos detuvimos delante de un chalé lujoso que siempre estaba cerrado. Teníamos curiosidad por saber más acerca de aquella lujosa vivienda, por lo que saltamos la valla, ya sabe, como suele decirse, cosas de críos. Merodeamos por allí, no vimos gran cosa, solo un inmenso jardín con un pozo ornamental, por lo que rápidamente nos cansamos. Después de saltar el muro para salir, empecé a oír voces dentro de mi cabeza. Pensé que eran los demás que estaban gastándome una broma. Pero no era así.- En ese momento lo miré fijamente a los ojos-. Primero oí la voz de una mujer, me dijo que toda la gente que entraba allí estaba enferma…no supe bien a qué se refería. Luego la voz de un hombre que me decía que cuando alcanzara la mayoría de edad entrará en aquél lugar de noche y comprobaría si la gente que entraba allí eran realmente enfermos. Aún quiere saber más acerca de la enfermedad, se lo explicaré, el miedo a la felicidad es la enfermedad, el ser humano encuentra absolutamente terrible la felicidad en lo más profundo de su ser. Ser terriblemente feliz.
El hombre ahora intentaba parecer asimilar las palabras. Se llevó la mano a la frente con el consecuente empeoramiento del temblor. Empezó a sollozar, su respiración se aceleraba y tras medio minuto dejó de cubrirse el rostro, mostrando ahora una faz descompuesta llena de lágrimas.
-La felicidad. -dijo- Es terrible…
De aquel hombre partió un halo de luz que invadió toda la vetusta estancia y me cegó momentáneamente, a continuación vino una transformación de la realidad en la que los libros se transformaban ahora en figuras geométricas azules, rojas y amarillas de todo tipo. Luego vino la oscuridad. Fue como el rayo de Saulo cuando cuentan que se dirigía a Damasco, que cayó al suelo como pecador y se levantó como profeta.
Contempla la felicidad, abrázala, bésala, penétrala...
Debían contarse por docenas los hombres que nos encontrábamos allí. Cada uno, en una inmensa estancia, como si de una sala de un hospital militar se tratara, donde había camas de matrimonio de hierro forjado. La luz era roja. En cada mesilla había un portaincienso donde ardía lentamente una barra de aroma a canela. Sonaba una pieza de piano de Satie en toda la habitación. Mientras despertaba de mi delirio, una chica muy joven casi adolescente, cabello castaño claro recogido en una cola de caballo me masajeaba el torso, tratando de despertarme muy lentamente. Estaba desnudo, y allí me encontraba junto a muchas de las personas de mi pasado, especialmente compañeros de escuela, ninguno sobrepasábamos los veinticinco años. Y cada uno de nosotros yacía con una chica, en una inmensa exhibición colectiva teñida color carmesí y con olor aromático intenso. Poco a poco me fui incorporando y ella, tumbada ligeramente ladeada sobre la cama, empezó a besarme. Acompañado por el piano de Satie, deseaba que aquellos labios carnosos estuvieran besándome por siempre.
Contempla la felicidad, abrázala, bésala, penétrala...
Incitaba de nuevo el espectro. El ancestro. El amigo. El confesor. El maestro.
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Y por aquí la banda sonora de mi intervalo lúcido.
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