Sus ojos parpadearon con lentitud. Tragó saliva, pero ni una gota atravesó su cuello. La garganta de Bertram Arbogas estaba tan seca como un cañón de Arizona. Aún así, sus labios formaban media sonrisa, debido a un incesante balanceo, que parecía que le acunara en ese camastro como si fuera un bebé. Intentó carraspear estando dormitado, y tras medio minuto de lucha contra el sueño que aún le dominaba, tomó conciencia de su situación. Su cuerpo se había levantado lo poco que podía, pues enseguida un escozor en los tobillos y sobre todo en las muñecas, le demostraron que se hallaba atado de pies y manos en un dormitorio desconocido. Volvió a tumbarse queriendo recordar, pero en ese momento topó contra la pared, ya que la habitación osciló con cierta violencia hacia su lado izquierdo. Ruidos de engranajes se escuchaban debajo del suelo, que aunque no lo había pisado, crujía. No era una mecedora, (como la que siempre había anhelado el viejo Moss Harper en "Centauros del desierto"), la que le había balanceado con brusquedad. Tras unos minutos para disipar dudas, un rumor a oleaje le confirmó que ese dormitorio era un camarote. La ténue luz que emitía una bombilla de emergencia, iluminaba tristemente ese lugar, con unas tonalidades de pintura renacentista. La cuerda era basta, muy gruesa y peluda, la que suele utilizarse para amarrar barcas. Intentando recuperar su movilidad, y en un nuevo vaivén de la embarcación, Arbogas rodó provocando estruendo por el camarote. No podía liberarse y propinó con desesperó un par de puñetazos contra la pared. Una vez de pie, esperaba escuchar la proximidad de unas pisadas, alertadas por su escandalosa actitud, pero, aunque agudizó el oído, no escuchó nada. Normal, pues era una puerta estanca de acero. Imposible de abrir desde dentro, puesto que no disponía de cerradura, sino de una rueda exterior como las de las cajas fuertes. Se sentó en la cama, pensando cuántas horas debía llevar de travesía. Al acostarse de nuevo, instintivamente se quitó los zapatos, cosa que hizo que sus piernas abandonaran las ataduras que le fijaban los pies. Así pues, empezó a deambular por la estancia, en búsqueda de respuestas. Al lado de la luz, había un cuadro con dibujos de nudos marineros. Era difícil vislumbrar con nitidez los detalles, pero sí vio reflejado en el cristal, cómo se había modificado su aspecto. Con movimiento forzado, se palpó la cabeza, que había sido descopada. Con el corte al uno, sus dedos buscaron algún chichón que explicara la manera en la que habría sido reducido. No lo encontró. Le dolía el brazo izquierdo. Le podría haber narcotizado algún enfermero inexperto. Siguiendo con su reconocimiento, advirtió que excepto su calzado, las ropas no eran suyas. Un pantalón ancho, de color caqui, de petimetre, y un jersey azul de lana, eran su vestimenta. ¿Habría caído al mar al zafarse de sus adversarios? ¿Llevaba días navegando? No lo sabía. Se acarició el mentón que raspaba, pero de no afeitarse en horas, no de varias jornadas. Arbogas, convertido en sabueso, intentó olerse las axilas. No había rastro de sudor, entendía entonces que llevaba retenido poco tiempo, pero no recordaba cuánto, ni el motivo de su presencia en ese barco. Una inclinación algo más brusca de lo habitual, hizo que se trastabillara y cayera en la cama. Su cabeza estaba espesa, exenta de respuestas. Una niebla densa estaba instalada en su cerebro, y no lograba discernir con claridad. Quiso probar deshacerse de nuevo de las ataduras, pero le faltaban fuerzas y los movimientos no hacían más que profundizar las heridas que producía el roce de la cuerda. La inestabilidad del suelo, lo empujó otra vez, golpeándolo contra una pared que casi besó en un nuevo vaivén de la nave. La travesía no estaba siendo precisamente plácida. Siempre había deseado realizar un viaje de relax por el mar. Un crucero tranquilo, gozando de una excelsa compañía. Eso le hizo recordar a Calcurnia. Se la imaginaba tomando el sol en cubierta con él al lado, con un sombrero de ala desmesurada que evitara que su piel, tan suave y blanca como los polvos de talco, no se dañara; y sorbiendo un cóctel, con una sensualidad que sólo los más expertos en la observación de la belleza humana, podían entender y valorar, que transformaba un acto tan intrascendente como ese, en una gozosa obra de arte viviente.
Arbogas se levantó, como si de repente las sábanas de la cama estuvieran en llamas.
-Calcurnia...El capitán -el detective empezó al fin a ver algo de sentido en aquella historia. No sabía cuándo, pues era imposible adivinar en qué día y hora se encontraba en ese momento, pero lo último que recordaba, era haberse puesto en contacto telefónico con su apreciada japonesa, para informarle que había descubierto el paradero de su amigo, el capitán Harris. Habían quedado para cenar, y tratar el tema durante el encuentro. La embarcación pareció virar, y Arbogas que permanecía de pie, fue a dar con sus puños en la pared contraria.
-¡Diantres! ¿Quién lleva el timón, un grumete? -si él estaba allí, seguramente su amiga también había sido apresada. No había más segundos que perder, tenía que iniciar una búsqueda. Imposible salir, ni por la puerta, ni por la rendija de aire acondicionado, que era del tamaño de la palma de una mano. Con la soga que habían amarrado de forma chapucera sus pies, logró hacer un círculo con un nudo corredizo. Sólo tenía que esperar. Se calzó de nuevo y tumbado en la cama, pataleó cerca de la rendija del aire, para ver si ese ruido del camarote, fluía por otras partes del barco. No podía quedar exhausto, ya que al llegar las visitas, tenía que estar preparado y en buena forma. Unas voces cuyo contenido eran ininteligibles se filtraron por ese conducto. Arbogas se levantó y de un soberano codazo eliminó la luz de emergencia. Con gesto apesadumbrado, espalda curva como la de un jorobado, asió con fuerza la cuerda. No podía perder su control. Le iba la vida. Se escuchaban pasos. Alguien se acercaba. Arbogas sonreía maliciosamente, con la boca entreabierta, con colmillos de lobo sediento y ganas de venganza. Su corazón palpitaba con excesiva velocidad, y ahora sí que emanaciones sudoríficas inundaban de olores corporales esa estancia. Los pasos cesaron y el ruido de la rueda prosiguió a la apertura de la puerta. Parecía encallada por el óxido, pero tras un chirriar seco y desagradable a los oídos y un tirón, la habitación se abrió. Del exterior apenas entraba luz, mostrándose en la entrada la figura sombreada de un hombre alto y corpulento. Confuso por la oscuridad del camarote, y sin portar ninguna linterna ni candil para alumbrar esa habitación, el marinero cruzó la puerta, convirtiendo su dimensionada cabeza en el badajo de una campana, pues el cabezazo que propinó contra e lindar redondeado de la puerta sonó como si un leñador hubiese partido un tronco de un hachazo. Ni siquiera ese aciago accidente sirvió para que articulara palabra. Al acercarse a la cama, dio los pases cruciales para ubicarse dentro del círculo que Arbogas había creado con la cuerda. Así que tiró de ella y el hombré perdió el equilibrio. El suelo se tambaleó, no por inclemencias del tiempo, ni cambios de rumbo, sino por el peso del intruso, que no era precisamente ligero. Un gruñido ahogado se escapó del marinero derrotado, que sin habilidad para reincoporarse, y al adivinar que el detective escapaba del camarote, lo amarró de los tobillos. Una coz de Arbogas fue suficiente para huir del lugar, y otra patada al aire que rozó el mentón del marinero, le posibilitaron sellar la puerta estanca burlando la resistencia de su rival. Empero ese breve forcejeo, le había ocasionado la pérdida de los zapatos.