Intentaba disimular mirando por la ventanilla del coche, contemplando el atractivo de una ciudad que empezaba a iluminarse al acostarse el sol. Ella estaba inquieta revisando su nuevo bolso de Loewe. Dentro del taxi lo repasó como si estuviera buscándole algún defecto. El conductor lanzó un par de miradas de soslayo. De haber sabido él cuánto costaba aquél ridículo artículo, seguro que nos habría triplicado el precio de la carrera. Fingiendo que pretendía hacerle un regalo especial a mi hermana y necesitaba ser auxiliado por una persona entendida en moda y tendencias actuales, me puse en contacto con una amiga y vecina que tenía catalogada dentro del fichero de "muy especiales". Esperaba un silencio por respuesta, pero cuando supo en qué tipo de tiendas íbamos a efectuar nuestro recorrido, mostró su interés. Así pues, me dejé llevar como un navegante perdido que le otorga las riendas de su destino a la corriente de un río, por la dependienta y mi acompañante. Entre las dos consiguieron endilgarme una especie de maleta de viaje, con candado de plata incluido, que pretendía ser un bolso de señora. Una versión algo modernizada, (tampoco demasiado), de la voluminosa y práctica bolsa con la que solía desplazarse por el mundo Mary Poopins.
Durante el paseo por la "boutique", Kokoro, (mi amiga), terminó en la sección de zapatos, mostrando maravillada, con la misma expresión que tienen los niños cuando se levantan por la mañana el día de Reyes, unos zapatos de verano, aterciopelados, de color naranja, con una gran lazada y un tacón que era como un rascacielos y que terminaban en una punta tan fina semejante a la de un picahielos. "Hacen juego con mi pañuelo", y los dejó donde estaban con sumo cuidado no fueran a despedazarse. Esa es una de las grandes virtudes de las mujeres, encontrar cosas que combinen con otras que ya tienen. Las admiro por ello.
Ella siguió danzando por la tienda, atenta a todo lo que estaba expuesto. Mientras preparaban la cuenta, un empleado de cabeza rapada y gestos marcadamente amanerados nos ofreció un capuchino. De inmediato, su compañera llegó con la compra, que eran dos paquetes.
-Koko, esto es para ti, un pequeño obsequio por prestarme tu ayuda -la asiática se ruborizó levemente, intentó con desgana negar el regalo, me dio un beso fraternal en la mejilla; y mirando al nuevo dependiente, apostilló:
-No, gracias, el café lo tomaremos en mi casa -así que estábamos los dos en el coche, con estados de nervios alterados por distintas razones: Koko gozosa con su nuevo complemento y yo nervioso por lo que podría suceder. En terminología femenina, ¿qué significado tendría que una dama te invitara a tomar café en su casa? Después de mantener durante casi dos horas un diálogo amable, un par de cortados por barba y algunas baldosas de chocolate negro, creía que su propuesta se iba a ceñir estrictamente a lo comentado. No recuerdo cuál era el tema de la conversación, algo banal, intrascendente sin duda, pero sí sé que debí moverme de manera que el puño izquierdo de mi camisa reculara, y dejé al descubierto mi reloj. Fue entonces cuando me agarró la mano con violencia. Parecía que su vida fuera en ello. Con un tono infantil que cualquiera podría haber tomado por burlesco, pronunció el nombre de la marca.
-Es un Frank Muller -lo acarició con una sensualidad que crispó los diminutos pelos de mi mano.Tras unos segundos de detenida observación, concluyó con un onomatopéyico "¡"Guau"!" Para romper ese azaroso momento para mí, quise desviar la charla.
-¿Es Gio ese perfume que llevas? Yo uso la versión masculina -Koko no contestó, pero aplastó su nariz contra mi cuello, restregándola con suavidad imitando el movimiento de una cremallera. Su inesperado gesto gatuno me excitó.
-Sí, me gusta, a veces la gasto, depende del día, pero hoy no -las esmaltadas uñas de su mano derecha terminaron de rozarme el cuello, que ya estaba tan encarnado como mi rostro. Si me hubiera contestado mirándome a la cara, hubiera visto con espanto que mi cabeza tenía la misma viveza de color que una chimenea en llamas.
-Te propongo un juego: como veo que entiendes de fragancias y tengo unas cuantas, deja que haga una pequeña selección, y tapándote los ojos intentas adivinarlas, ¿qué te parece "honey"? -respondí de forma bobalicona con una sonrisa. Mis conocimientos en perfumería eran tan escasos como en moda y complementos, pero como invitado no estaba en disposición de contrariar a mi anfitriona. La búsqueda de esos frascos en su habitación tardó más de la cuenta. La casa, pero, estaba ordenada y limpia, y no me imaginaba a mi amiga rebuscando en una habitación deslavazada. Tras veinte minutos de espera, una voz lejana me conminó a bajar la luz y a cubrirme los ojos, anudándome la corbata a modo de cinta que impidiera mi visión. "Si no el juego no tendrá ninguna gracia "darling""- no fue ninguna sorpresa que mis dos primeras respuestas concluyeran en un sonado fracaso. Ella me había tomado por un experto, y yo sólo pude argüir que la primera fragancia olía a hierba recién cortada, y la segunda era más bien afrutada.
-A ver ésta. Es fácil. Debes acertar una si quieres quitarte la venda. Lo tendrías complicado para volver a casa así, ji, ji -era imposible discernir. La habitación estaba ya embriagada de todo tipo de finos olores de orquídeas, rosas, vainilla o mango. Esos efluvios frescos y libidinosos empezaban a marearme. Como dijo que era "fácil", siguiendo sus instrucciones, me decanté por el perfume más famoso del mundo. Seguro que una señorita acomodada como Koko, tenía un Channel nº5 en su "boudoir".
-Podría ser, pero no...Quizás acercándote un poco más -Koko hablaba como si se le terminara la batería, con exagerada lentitud, dándole cierta pomposidad a sus palabras. Mi nariz chocó con algo que no era ni un botellín de perfume ni una de sus muñecas donde había dejado caer algunas gotas de los anteriores fragancias. Aspiré repetidamente para asimilar ese nuevo olor.
-Parece un pañuelo impregnado de... No adivino…-comenté sin entender nada.
-¡Estos hombres...! -tras esa protesta, mi amiga me deshizo de la corbata que me impedía la visión, no sin antes juguetear con mi pelo, que no se erizó de milagro al ver lo que tenía delante. Ella estaba subida al sofá, arqueada de piernas, con una falda de tubo de raso negro hasta la cintura y ligueros fucsias a juego con su ropa interior.
-¡Estos hombres que no reconocen los olores que emite una hembra! -me quedé con un "Koko yo...", y me tiró usando la corbata de lazo, amorrándome a sus genitales. Esa mujer era una enciclopedia que reunía todos los temarios necesarios: su “taiko”, o tambor japonés, era de dimensiones considerables. Me anclé a esos dos volúmenes en forma de nalgas como si mis manos fueran las garras de un águila que se posa en una rama que sobresale en un acantilado. El roce de la tela de raso aumentaba mi interés por reconocer palmo a palmo ese paradero desconocido por mí hasta ese momento. Esa dupla de cojines naturales, se adhirieron de forma muy agradable al tacto de mis manos, dubitativas y casi tan temblorosas tal puñal que se ha clavado en una madera y se tambalea zigzagueando su hoja en el aire.
Asfixiado casi por sus babeadas bragas de lycra, las relamí como si estuvieran bañadas por lágrimas de sirope de caramelo. Succioné con tanta pasión el picaporte que da la entrada al lugar más íntimo de las féminas, que por instantes creía que iba a tragarme su ropa interior entera y desnudarla de inmediato. Al ver ese juego de ligueros que adornaban unas musleras perfectamente acondicionadas, tiré de ellos intentando que emitieran algún tipo de musicalidad, pero sólo sonaban los estertores de Kokoro y las palmadas en sus percusionadas nalgas niponas. Un ruido que no provenía de nuestros juegos de adultos me detuvo, y neutralicé mi acción de seguir bebiendo esa ambrosía que tenía esa mujer entre las piernas. Pero no podía detenerme. Estaba furioso, ido de placer. De haber sido un mercancías ya habría descarrilado hacía minutos. Tras masajear esas mejillas postreras de Koko, encontré adecuado desposeerla de su embadurnada pieza de lencería. Aunque parecía imposible, mi corazón recibió una nueva aceleración. Un discreto bigote adornaba la entrada a la gruta principal de recreo. Una fina enredadera de bello negro, era el plumaje que vestía por encima de un desfiladero, apretado, angosto, que al primer tacto de mis dedos, se mostró húmedo, tierno y tan sonrosado como un lomo de rosbif recién cortado. Gloriosa mezcolanza de olores y gustos me estaban estimulando el cerebro. Mis succiones emitían el mismo ruido que hace un cerdo al hozar la tierra en busca de trufas. La que tenía en mi boca era para un paladar excelso, y mi desmesurada glotonería quedaba patente por los regueros que surcaban las inmediaciones de mi boca y en general, por toda la cara. Para ayudarme en mi tarea, muy voluntariosa, mi amiga dispuso dos de sus dedos diestros donde yo estaba operando, adelantando el proceso que terminó de forma inevitable en un incremento del caudal que empezaba a estancarse en esa zona. Cuando eso sucedió, Kokoro me agarró del cogote primero, y asiéndome con cariño de las orejas tal y como si fueran los asideros de una olla, me dirigió con maestría para que ni una gota de ese brebaje pasional se desperdiciara. Ante mi sorpresa, ella no gimió, aunque permaneció extasiada unos segundos, recuperando el aliento, sudorosa y con el pelo mostrándose en rebeldía cubriéndole parte del rostro. Seguimos sin hablarnos. La miré. Sus plexo palpebral llevaba el inconfundible sello de dominación de origen japonés. Sus ojos centelleaban. Acaricié su cutis con mi pulgar izquierdo, era preciosa. Kokoro me devolvió la mirada, quise emprender una charla, pero me detuvo con la misma sensualidad que lo hacía todo. Los botones de mi casa saltaron como casquillos de bala de una ametralladora que funciona a todo ritmo. Podría haberme desbotonado, pero tenía enfrente a una dama salvaje y desnudarse de manera convencional no le resultaba provocativo. Una de sus afiladas uñas recorrió mi tórax, bordeó mi ombligo, para terminar haciendo desaparecer con rudeza mi eslip.
No pareció sorprendida por la exagerada oscilación que tenía mi virilidad. Mientras esperaba un furibundo ataque suyo, me desabrochó la correa del reloj, insertándolo en la base de la torre de lanzamiento de mi personal nave carnal, pellizcándome los dos tanques que suelen haber adosados a estas estructuras que nos dona la naturaleza. No hubiera sido masculino ni protestar, ni siquiera emitir un breve maullido de dolor. Koko pasó a recompensarme: ¿Conocen la sensación que tiene uno cuando se tira a una piscina helada? ¿Y la primera vez que te montas en una montaña rusa o saltas en paracaídas? Se adueñó de mí una impresión parecida al ver como esa mujer se acercaba. Sin parar de manosear la correa y la esfera del Müller, con las manos apoyadas en el sofá, sin tener mangas de una levita donde esconder nada, me obsequió con un magnífico número de magia, puesto que las bolas habían desaparecido súbitamente. Por el calor habría asegurado que ellas estaban en el infierno, y paradójicamente, yo en el cielo. Su boca era una máquina que centrifugaba a una velocidad de vértigo. Por instantes temí perderlas para siempre, pero volvieron a ser visibles en un par de minutos. Intentaban esconderse, pues mucho trabajo se les avecinaba.
Koko me retó con su maligna expresión. Golpeteó su frente, su nariz y pómulos con mi columna, cuyo capitel parecía haber sido sazonado con pimentón. Enrojecida y latiente, su lengua se poso allí sólo unas décimas de segundo. Lo repitió en esa parte y en toda la longitud del terreno que inspeccionaba, con una morbosa sutilidad. Su lengua entraba y salía rozando mi superficie como si ésta quemara. Su provocativo ardid dejó de ser tan cauto tras varios intentos. Sus labios serpentearon mi intimidad, fustigándola con succiones, mordiscos y una serie de latigazos propinados por su pertinaz sinhueso. De haber sido yo una madera podrida abandonada en el lecho de un bosque, habría creído que una horda de termitas devoraba mi corteza. Con qué constancia sus dientes y esos labios que eran unas tenazas maravillosas, trabajan con denuedo mi bálano y lo que se escondía debajo de él. Me preguntaba con la mirada cómo estaba, lo intuía, pero me era imposible corresponderla, casi no podía controlarme. Con la cabeza hacia atrás, y la boca abierta, apenas me entraba oxígeno. Parecía un asmático en pleno ataque de asfixia. Kokoro siguió profundizando, impecable en su oficio, martilleando mis partes más erógenas, sin dejar de lamer incluso en ocasiones la correa metálica de mi reloj. Mi intención era finalizar en un terreno neutral. Sus aún cubiertas colinas me parecían un emplazamiento acertado, pero ella me replicó: "En el "brasier" no. Mejor aquí cariño". Esa última sílaba, esa desmesurada "O", sonó tan sexual que no pude remediarlo, y una andanada hizo saltar mi presa, que inundó su boca, ya que ella misma había colocado hasta el fondo el dispensador de fluidos que hacía algunos minutos manejaba con tanta afición. Era la viva imagen de una niña, que haciendo una travesura en la despensa, había hurtado parte del pastel de crema, siendo delatada por su manchado rostro. Su tez estaba ahora más blanquecina, sí, pero seguía estando muy bella.
Luego bebimos algo, una copa, pero no recuerdo de qué. Sólo sé que al girarse para traer la botella del mueble bar y verla en movimiento, estando completamente desnuda de espalda hacia abajo, estaba dispuesto para seguir con las clases prácticas de "protocolo en el dormitorio". Se deshizo de la única prenda que le quedaba, (además de los zapatos y los ligueros que eran un hábito ejemplar), un sedoso sujetador de encaje negro y fucsia, almohada de dos increíbles inquilinas que merecían recibir la más enfática declamación. La vista era admirable, mejor que la que puede obtenerse desde un observatorio. Hacía años que había soñado en ser amamantado por ella. No era un espejismo, pero en ese oasis, sí había un par de motivos para zambullirse, y en un viaje regresivo, era ahora un bebé hambriento. Una vez más los sonidos de gorrino inundaron la habitación. El viajero sediento en que me había convertido saltaba de una cantimplora a otra en estado de éxtasis. Sus aureolas eran dos dianas gigantes y marrones cuyo centro ensartaba con violencia con mi lengua tan ágil y certera como un dardo bien lanzado. Ya con mi Müller en la muñeca, Koko volvió a mirarme inquisitiva y con voz autoritaria me dijo:"¡Tómame!" Nuestras cabezas se ladearon y esas emergentes lenguas, tan lanzadas como los muñecos con resorte que saltan de una caja sorpresa, no dejaron de echarse un inacabable pulso. Del sofá al suelo, estuvimos rodando como troncos a la deriva en unos rápidos, dibujando en el piso del comedor unas sabrosas croquetas humanas, en este caso, de atún rojo, por supuesto. Nuestra pasión no se extinguía y seguimos colmando nuestros aprisionados deseos en diversas partes de la casa. Estando con una mujer tan distinguida, el chirriar desconcertante de la cama, se tornaba en un concierto de violines de Tchaikovsky, y el aporreo de nuestros cuerpos contra la pared, mientras improvisábamos una nueva aventura sosteniéndola a ella en brazos, sonaba como el acompasado ritmo que marca un batería de jazz. Sin alharacas, expresiones malsonantes ni exceso de gritos o maullidos, mi amada compañera, escenificó una de las episodios más memorables de la noche, de la siguiente manera: volvió a enfundarme el reloj entre las piernas, y tras lubricar su puerta de entrada de emergencia, (o secundaria, puesto que a muchas mujeres no les gusta que exista tráfico por esa zona), encaré ese camino perdido y desconocido por mí. Mi tiento provocó a la fiera que me dominaba, puesto que mis lánguidos movimientos no eran de su agrado. Así pues, no tuve más remedio que agarrarla por la cintura, atraerla hacía mí y horadarla. El reloj me impedía llegar hasta el final del trayecto, pero el contacto de la cadena con su pandero le excitaba tanto, que de nuevo saltaron los aspersores femeninos. No tardé mucho en acompañarla tras proferir un desgarrador alarido, que sin duda debió despertar al vecindario.
Tras un incontable número de escaramuzas, quedamos tumbados en la cama, con las piernas cruzadas y casi abrazados. Sudados, sedientos y cansados de ejercitarnos durante horas, sin palabras de halago ni conversación ninguna, dejamos que nuestros cuerpos reposaran.
Los sueños siempre pueden cumplirse. Lo que era hace unos años una fantasía, (verme con Koko y gozar juntos de una velada intensa), pasó a ser una realidad que ahora se sigue repitiendo a menudo.
FIN