Un chasquido resonó en el suelo de la fría sala. En ella, un joven había sido concienzudamente atado a una estructura llena de cadenas y argollas que lo inmovilizaban por completo. Su cuerpo adoptaba una incómoda posición, como si fuera la presa de una araña que acababa de caer en la filamentosa y dañina trampa tejida por el paciente arácnido. Tenía los brazos extendidos, la espalda arqueada, y las piernas abiertas hasta un límite que empezaba a ser doloroso. Todo él dibujaba una "X" gigante.
El tañido de un latigazo que recorrió la parte izquierda del rostro de Bertram Arbogas, dejó el rojizo sendero en su párpado, toda su mejilla y parte del cuello. Sin duda era el sello de alguien, además de pérfido, hábil con el manejo de ese instrumento. Tras el impacto, Arbogas despertó del letargo, sacudiendo la cabeza a ambos lados, entreabriendo los ojos, y observando que se hallaba en un lugar desconocido. En un desconcertante silencio, comprobó que estaba preso en una amplia habitación, bien iluminada, con dos bodegones como única decoración de esa minimalista sala. Quiso girar el cuello hacia atrás, pero su estático estado corporal no le permitía tal ejercicio. Tras algunos intentos, las pisadas de unas botas que se acercaban a él le demostraron que estaba acompañado. Su estado era tan débil, que ni siquiera era consciente de que había sido golpeado por alguien. Con lentitud, el silencioso acompañante dejó que la sonoridad de sus tacones invadiera la sala aderezando un toque aún más crítico a la situación. Al fin, se plantó delante del retenido, observándole con evidente desdén. Era una mujer de poca estatura, ridícula casi si no fuera por las plataformas que la alzaban. Sus botas negras estaban llenas de correas y le llegaban hasta la rodilla. De ahí partía una ceñida falda del mismo color, que apenas dejaba vislumbrar unos fuertes muslos. Su chaqueta conjuntada con la falda, estaba del todo abrochada. Las facciones de la cara correspondían a las de una mujer asiática, de unos treinta años, con prominentes pómulos, boca pequeña pero con labios gruesos. Su aspecto se asemejaba al de una "baby doll", una muñeca casi perfecta, si no fuera porque su nariz parecía haber sido aplastada por un ladrillo, y sus ojos pardos no desprendían ningún destello especial; a pesar de ello, sin duda esa fémina mantenía una belleza enigmática tan propia de las orientales. Su rictus, mientras lo observaba a él, era severo, tan dramático que casi se podía denominar teatral. Cambiándose el látigo de mano, y acariciándolo con la cariñosa suavidad que uno se roza con su peluche preferido, habló a su rehén:
-Veo que se ha despertado ya Sr.Arbogas. Es usted muy perezoso, lleva demasiadas horas durmiendo –Éste, sacudiéndose la cabeza como si con ello consiguiera recuperar las fuerzas perdidas, inició su réplica:
-Me han debido drogar, o me han golpeado…- Entonces miró fijamente a su interlocutora encontrando algunas respuestas a sus dudas -Su personal despertador ha logrado reanimarme, señorita Calcurnia, Calcurnia Kobayashi –Bertram sonrió todo lo que pudo, pero su cuerpo pareció desvanecerse por agotamiento.
-No, luego tendrá tiempo para desmayarse, ahora debemos hablar. Despiértese –Dos débiles palmadas en las mejillas de él no lograron reanimarle, así que Calcurnia no dudó en utilizar de nuevo su arma preferida, y con unos bríos impropios de una hembra de tan reducida talla, creó una nueva marca, esta vez sangrante, en la otra parte del cuello de Bertram y en su pectoral diestro. El hombre ni siquiera gritó, sólo pudo escucharse el maldito rechinar del cuero que impactaba en la piel y luego en el piso, pero su cara reflejaba el odio de un animal herido con ansias de venganza.
-¡Maldita japonesa! Será mejor que me mate, de lo contrario…
-Vamos, vamos, no se excite. Si se porta bien le curaré las heridas - Kobayashi culminó su frase con una estúpida sonrisa forzada y un parpadeo exagerado de niña consentida y repelente que acaba de chivatar algo importante a su profesora. Mientras, en la puerta de la habitación unos ruidos despertaron el interés de ambos. Alguien quería entrar. La asiática corrió hacia la entrada, poniendo en evidencia que sus nalgas no podían ser más esféricas y que albergaban uno de los traseros más sobresalientes que jamás un hombre había visto. Para algunos puede que aquéllo fuera una hipérbole, ¿acaso padecía incontinencia esa señorita y usaba pañales? La prominencia de ese pandero rozaba lo grotesco, pero la tentación de endilgarle un cachete con la mano abierta era irresistible.
Un pequeño perro blanco de extenso pelo corrió hacia donde permanecía atado Arbogas, que a pesar del delicado momento que estaba viviendo, mantenía todavía el espíritu para realizar comentarios ligeros.
-Ahora ya sé donde ubicar ese azote por el que tiene tanto aprecio. ¡Y que luego digan que las orientales no tienen culo! –Ella, cogiendo el can con una mano, le agarró del mentón con la otra, como si fuera una ciruela madura a la que quisiera quitarle el hueso.
-¡Impertinente! Delante de él no le permito ese tono vulgar y soez. Aunque esté usted en ropa interior, intente mantener algo de dignidad.
-Ja, ja, espere que lo adivino. El caniche se llama “Frú-frú”, ¿no?
-Analfabeto, es un Bichón Boloñés con “pedigree”-éste, dándose por aludido, recriminó al hombre con tres ahogados ladridos.
-¿Ve? A Cartier tampoco le gusta usted. ¡Qué perrito más listo! Ahora vete a jugar un rato, que mamá tiene asuntos por resolver con este indeseable señor - El Bichón se estiró en el fondo de la estancia, aburriéndose como espectador ante tal escena.
-Se llama Bertram Arbogas, tiene 32 años, es detective y le contrató la Sra.Adelaida Beresford. Ahora dígame qué sabe de mí.
-¿No podríamos charlar estando más cómodos? Las cadenas…-su gesto de dolor no era fingido.
-Tiene razón, aquí empieza a hacer calor - Kobayashi se desprendió de la chaqueta, mostrando una camisa de seda blanca casi tranlúcida, que no dejaba lugar a demasiada imaginación, ya que un sujetador de encaje asomaba tras ella. Los botones podían dispararse en cualquier instante, puesto que el volumen de esos senos no era cosa baladí. El detalle de la generosa formación pectoral de la japonesa, no fué pasado por alto por Arbogas.
-Antes que me conteste, debo reconocer que es usted un hombre admirable. Lleva colgado tres horas en este instrumento de tortura fabricado exclusivamente por mí, sin gemir ni gritar, ha soportado las caricias de mi fiel colaborador con hombría, y a pesar de estar en una situación poco beneficiosa para usted, mantiene el ánimo. Sin duda alabo el gusto que tiene al sentirse atraído por mujeres de mi belleza, no todos la saben apreciar - el eslip azul de Bertram era el mejor argumento de ella, que había observado como la virilidad de él seguía en pie –Me lo tomo como un cumplido, así que a los niños buenos, se les da un premio. -la oriental, como si manipulara un par de granadas de mano, asió entre su palma derecha, la zona testicular de Bertram. Sin desprenderle de la ropa interior que era su única vestimenta, inició un afectuoso masaje que estimuló aún más su minarete, tan fornido y descarado que estuvo a punto de hacer acto de presencia en público, pero la tela resistió al empuje febril de esa parte de la anatomía de Arbogas.
-No perdamos más tiempo. ¿Qué sabe de mí?
-En primer lugar le diré que a pesar de su aplomo, se equivoca, yo no soy ningún detective, mi última profesión fué la de taxista, aunque la compañía quebró hace varios meses y me quedé sin empleo. En segundo, creo que acaba de demostrar que con dulzura puede conseguir más cosas de mí que con otros métodos teóricamente más persuasivos.
-¿Taxista retirado? Explíquese –ella daba la sensación de estar furiosa, pero de nuevo el joven con la cabeza alicaída mostró su poca energía - Hágalo o esta lengua hablará de nuevo sobre usted -vociferó empuñando el látigo en el aire.
-Necesito beber. Agua…agua y le cuento todo –Kobayashi salió de la sala con inquietud, volviendo a los pocos segundos con un cuenco, cuyo contenido líquido se evaporó en un instante. El agua resultó ser el vigorizante que necesitaba Bertram, que al fin se prestó a declarar.
-Me quedé sin empleo como ya he dicho. Eso no era problema, siempre me las he arreglado bien. A las pocas días fuí invitado por una amiga a una fiesta de cumpleaños. No conocía a la anfitriona, aunque no tardaron en presentármela, era Octavia Oliver –Calcurnia aunque calló, no pudo disimular una centella de sorpresa, sus ojos se abrieron sin mesura, para volver de inmediato a su estado normal –Una mujer de algo más de cincuenta años, alta, grande, muy enjoyada, de decisión firme e implacable. Sabiendo de mi profesión, y que en esos momentos estaba libre, me hizo una propuesta laboral: sospechaba que su marido le era infiel desde hacía meses y no confiaba en una agencia de detectives, sabía que en ocasiones, una vez descubierto el hecho, pactaban un precio a la alza con la otra parte, doblando así las ganancias y evitando a la vez que se descubriera la infidelidad. Me dijo que adecuaría un vehículo para camuflarlo como taxi, así me sería sencillo seguir al Sr.Oliver, (el esposo de ella), sin que se diera cuenta. Todo resultó mucho más sencillo de lo previsto: Oliver salía de su casa, se encontraba con otro tipo, se saludaban efusivamente en la calle como si hiciera años que no se vieran, marchaban en el coche de él, y seis manzanas más adelante, siempre en el mismo lugar, el amigo se apeaba y Oliver volvía para atrás. Para mantener la coartada, entraba en algún local y permanecía fuera de casa el tiempo necesario para que su salida no fuera sospechosamente corta. Iba a redactar este informe para Octavia, no Adelaida, ahí está mal informada, pero estando en el restaurante “La olla dorada”, debí ser golpeado, despertando aquí con usted –el nerviosismo de la tirana japonesa era latente. Por primera vez en toda la noche daba muestras de inseguridad. Estaba muy inquieta, no paraba de moverse y estrujar la empuñadura de su azote, parecía que lo estuviera escurriendo, casi estrangulando.
-¿Y esto es todo? No me convence Arbogas. ¿Qué hacía en ese restaurante, por qué sabe mi nombre?
-La seguía a usted –comentó con tal aplomo que sus palabras parecieron recobrar eco en esa habitación.
-¿A mí, por qué?
-Porque el bonifacio de Oliver era inocente. Estaba claro que un buen amigo le estaba utilizando como coartada para cortejar a alguna dama, y usted era esa dama. Fué muy simple. El gordito, cuyo nombre no sé, pero físico reconozco a la distancia, variaba de restaurante, ( lugares emblemáticos de la ciudad todos ellos), e iba solo, empero siempre debía detenerse un instante en un lugar concreto, donde se apeaba Oliver, delante de la prestigiosa Galeria de Arte Coventry, que según he podido saber, dirige con notable éxito usted.
Mi presencia en “La olla de oro” se debió a un exceso de curiosidad, quise ver en primera persona el encuentro entre ambos, a usted sólo la conocía de lejos, pero es evidente que alguien intuyó que había peligro y decidió retenerme contra mi voluntad.
-¿Eso es todo? Tanta pomposidad para terminar explicando que dos excelentes amigos quedan para cenar. ¿Dónde está la parte censurable?
-Venga, señorita Kobayashi, no intente jugar conmigo a esto, casi prefiero el castigo físico. Su “amigo” le dobla la edad y le triplica el peso, su aspecto es descuidado, desaliñado incluso, aunque es obvio que maneja dinero, en cambio usted…-la miró con concupiscencia -Usted es una mujer muy apetecible.
-Grosero. No tiene ni una tercera parte de la calidad humana de él. No tolero que hable con tanta imprudencia sobre nosotros. Somos buenos amigos, nada más, y nos gusta vernos.
-¡Basta! ¿Acaso me toma por idiota? ¿Piensa que porque he sido taxista, ayudante de panadero, tendero o encofrador no tengo intelecto? ¿Cree acaso Srta.Kobayashi que yo permanecería aquí atado, y expuesto a la vil venganza de una sádica, si no hubiera algo moralmente inaceptable entre los dos? Su trabajo como directora en la galería de arte la convierte en un personaje importante de la ciudad, entiendo que debe ser discreta en sus actuaciones y hay cosas que nunca podrían trascender. Entonces, supongo que después de la tortura, el siguiente paso es eliminarme, ¿no?
-Sigo sin entender –espetó la oriental dándole la espalda, con voz casi temblorosa.
-Le paga bien, ¿verdad? Cenan en los mejores locales, realizan unas excelentes cuchipandas, y luego dan paso a una noche de desenfrenada pasión. Prescinda de querer aparentar ser una mujer íntegra. Es tangible que usted para él es su…
-¡No lo diga! -Calcurnia se giró hacia él, apretando los dientes con la rabia de alguien que se siente desenmascarado- No manche mi nombre con vocablos obscenos. No soy la mujer que intenta describir - Kobayashi prosiguió su parlamento con la espalda erguida como si estuviera sostenida por una vara, y accionando en demasía los brazos, tal atracción volátil de feria - Calcurnia Kobayashi no es una cualquiera, yo tengo estilo, una formación cultural, académica, he estudiado en Nueva York, Amberes, domino a la perfección diversos idiomas…
-Eso no lo dudo…
-¡Estólido! No está en disposición de usar tal ironía. Compórtese o…
-Me va a pegar, ¿es eso no?
-No me rete Arbogas, no sabe quién soy yo, como me manejo en situaciones límite, y ésta es una.
-¡Abandone la palabrería! No discuto que sea una magnífica profesional desempeñando su labor en el mundo del arte, de hecho está avalada por un buen prestigio, fué famosa la llegada a la ciudad de una obra tan aclamada como “La dama del velo”, del sueco Alexander Roslin -Bertram la miró satisfecho –Sí, a pesar de mis humildes oficios, no es la única que ha estudiado. Pero sus logros laborales no soslayan que no deja de ser más que una señora que vende su cuerpo por dinero a ajados y cebados hombres de negocios .
-Viendo su actitud, no me queda más remedio que sanarle las heridas con un ungüento natural. Verá como le alivia. Lo he preparado con esmero en la cocina esta tarde - de su chaqueta sacó un frasco, y pasó a untar su contenido por las partes dañadas de él. Un alarido desgarrador primero de Bertram y una risotada después de ella, fueron la secuencia de sonidos que hubo, antes que la malvada se explicara – Le estoy aplicando ni más ni menos que una solución de vinagre balsámico, zumo de limón y lima brasileña, ajo y cebolla picada, chile, ají y jengibre rallado. Imagino por los surcos de su frente, y su primer bramido que debe ser como si le hubiera acercado una plancha ardiente en las heridas -su franca sonrisa era de sádica satisfacción.
-Mundana, cortesana, su crueldad es tan ilimitada como corta su estatura, pero ello no oculta que no deja de ser una tiralevitas con falda, una remilgada.
-Le ruego por favor que permanezca en silencio. Culmino ahora mi plato con unas escamas de sal Maldon.
-¡Infame maltratadora, nimia! Hasta en la elaboración de sus torturas es cursi -
La japonesa no opuso resistencia a una sentencia que parecía inevitable, y marchó de la habitación sin mediar palabra. En cinco minutos volvió, con semblante serio y portando un estuche de color marrón.
-Respiro señorita Kobayashi, por un instante creí que por esa puerta iba a entrar usted acompañada por un par de mozos-simio que me ajustaran las cuentas.
-Estamos solos. Puede gritar todo lo que le plazca, nadie le va a oír. De hecho, no dudo de que lo hará. Y sí, tiene razón, le aconsejo que respire, respire hondo…Le ayudará - aunque el joven mantenía un duelo dialectal con la mujer, era evidente que un peligro se estaba cerniendo entre esas paredes, y cierto temblor empezó a recorrer por entre su sistema nervioso. A pesar del miedo, hizo la pregunta de rigor con una sonoridad que pareció casi burlesca.
-¿Qué sorpresa me aguarda allí, en ese maletín de cuero?
-No tiene usted ninguna clase Sr.Arbogas. Es piel de cocodrilo.
-Parece el típico estuche donde se guardan los tacos de billar. Estupendo, me gusta ese juego, ¿dónde está la mesa? Porque yo he traído el mío, usted misma lo ha palpado hace un momento.
-Se excede usted en demostrar a cada momento que pertenece a la clase obrera. ¡No sea tan ramplón! Para su tranquilidad le diré que no hay ningún taco aquí dentro.
-Claro, ¿para qué querría uno, si aparte de no llegar a la mesa usted misma lo es? Una carcajada inquietante “in crescendo” cortó el humor de Bertram Arbogas. Calcurnia reía con una fuerza inusitada tal como lo habría hecho Bette Davis al interpretar uno de esos papeles de mujer pérfida y despiadada. Por primera vez en toda la noche, el pánico era extensible ya en su rostro, donde una de sus mejillas latía de forma involuntaria denotando un estado de intranquilidad desmesurada. Su cuerpo empezó a sudar, notando que sus axilas ya desprendían ese típico olor a cebolla machacada.
-“Voila”, aquí lo tiene. Un regalo especial para el caballero.
-¿Una lamprea? Sabía de la pasión de los japoneses por comer pescado crudo, pero ésto…Me la tendrá que dar usted, a no ser que quiera liberarme las muñecas.
-Ja, ja, no, no es ninguna lamprea –comentó blandiendo al aire como si se tratara de un abanico, un descomunal falo de látex color negro - ¿Conoce a J.C LaRoe?
-No…-respondió él con una voz ahogada.
-Es un actor de cine para adultos, de raza negra, reconocido en la industria del porno por tener una de las tallas más desarrolladas del mercado, 35 centímetros .
-Así que cuando no queda con un algún adiposo caballero, se distrae jugando con esta pequeñez.
-Oh no, ja, ja, sería incapaz, ¡qué inmoralidad! Yo siempre debo ser complacida por otros, mis siervos, no por mí misma. Dejo esta valiosísima reproducción para que la disfruten personas especiales, mis invitados, como ahora el Sr.Arbogas. Además, su postura es muy idónea ¡para ello! –pronuncidas estas últimas palabras llenas de énfasis y enojo, le despojó de su eslip haciéndolo trizas- Una vez más debo darle la razón, sí, yo misma le daré de comer esta particular pescado- Kobayashi se bajó la falda, dejando al aire un insinuante juego de ligueros que estaban unidos a las blondas de unas sedosas medias oscuras, dispuso unas correas que se escondían en el trasfondo del estuche del consolador, creando un arnés del que sobresalía un tentáculo negro interminable, la virilidad en su máximo esplendor de J.C LaRoe.
- Va a lamentar sus palabras. Su menosprecio hacia mí. Va a aprender a tratar a una señora de verdad, no a una tabernera del puerto que le sirve la cerveza tibia en una jarra oscurecida por la mugre y le planta en los pies una escupidera –en otro momento se hubiera preguntado en qué siglo vivía su interlocutora, pero vista la gravedad de la escena, tuvo que apelar a la indolencia de ella adoptando un tono de clemencia.
-¿Qué pretende hacer?
-Ya lo sabe. Ahora más que nunca va a ser mío. Voy a poseerlo gracias a esta prolongación de látex que tengo adherida a mí. Gozaré y usted será ajusticiado, un resultado bastante ecuánime.
-Pero, pero…Primero tendrá que lubricarlo, ¿no? –Calcurnia lo miró a él, estando ya disfrazada, balanceando esa monstruosidad ficticia que ahora tenía entre las piernas, arqueando los labios en señal de estar meditando.
-No hará falta. Así tendré que embestirle con algo más de fuerza y resultará un grado más divertido. Prepárese para el viaje, seguro que esta travesía nunca la olvidará -un estremecedor gritó que le quemó en el pecho a Bertram, fué la bandera de salida de esa macabra relación sexual no consentida. Calcurnia le había insertado la primera andanada con una rudeza desproporcionada, e inició el típico movimiento de dentro fuera con toda la tosquedad posible. Arbogas creía que un tren de mercancías estaba circulando a toda velocidad por su recto, cuyos vagones explotaban por el camino portando todo tipo de artefactos que le abrasaban. Una sensación de dolor y escozor le invadió el ano. Parecía como si fuera a estallar en cualquier momento, como lo hace un globo al que se le ha administrado un exceso de gas. Kobayashi se subió a la estructura para tener más fuerza de empuje, se había encaramado a la cabilla, que era una barra no muy gruesa que unía los encadenados pies de él. Botaba con furia mientras comentaba jadeante:
-No me extraña que los hombres se sientan tan poderosos. ¡Estoy en la cima del mundo! ¡Tengo el Poder! ¡Es fantástico tener pene! –mientras lo seguía sodomizando, y el aguardaba el dolor y la humillación sin desprender más alaridos que el inicial, ella le palmeteó ambas nalgas como si hubieran sido el pulsador de una máquina tragaperras que uno aporrea con decisión en busca del ansiado premio. La oriental, incluía además, un campo semántico lleno de frases inverecundas, que muy posiblemente le hubieran sido reproducidas hacia ella en alguno de esos prestigiosos encuentros que solía mantener con representantes de la alta sociedad de la Metrópolis. Arbogas no podía controlar los minutos que habían pasado desde que esa loca lo estaba martilleando, para él eran eternos, ya que su trasero empezaba a notarse como un grillo aplastado por un pisapapeles de acero, pero una luz de esperanza apareció de repente. La cabilla no estaba fabricada para albergar el peso de dos personas, y menos si una botaba con fiereza como lo hacía la oriental, así que Bertram tomó como consigna provocar a su pareja, para que cediera la barra y al menos pudiera liberarse de las piernas.
-Zorra de la quinta avenida, furcia de alta alcurnia, a pesar de que me está gustando, termina conmigo si no quieres que te replique.
-¿Ahora toca tutearse, ya tenemos suficiente confianza, no? Si te agrada no paro. Más que tendrás…-Kobayashi aceleró el ritmo. Al dolor de las muñecas, los antebrazos y las piernas por la inmobilidad, se unía al que tenía en su parte más íntima. Tras un par de saltos más de la sodomizante, la cabilla se rompió, Calcurnia perdió el equilibrio , dejó de ensartar a Bertram y tropezó dando su pandero en el suelo.Éste tenía los tobillos desencadenados y podía mover las piernas en cualquier dirección, pero su guardiana estaba demasiado lejos para que pudiera patearla como si fuera un "drop" en un partido de rugby. Él dejó su cuerpo hacia delante, empapado de sudor, casi lloroso y temiendo que su esfínter estuviera recubierto de sangre. Había sido mancillado con tiranía. La Inquisidora parecía exhausta y dio por terminada la tortura, guardando el espíritu del Sr.La Roe en su caja, y poniéndose la falda de nuevo. Con el aliento recuperado, aunque con el ánimo hundido, Arbogas preguntó:
-¿Y mi ropa?
-La quemé en la chimenea -Calcurnia había respondido sin titubeos, como si aguardara esa pregunta desde hacía rato, aunque había incurrido en su primer error: Había quemado su ropa en la chimenea, ¿qué le recordaba eso…?
-Supongo que tendrá algo para que me ponga. Quiero irme ya.
-Sr.Arbogas, todavía no hemos…he decidido qué hacer con usted - en esas, Cartier había corrido de nuevo hacia Bertram, y aunque parecían no haberse caído bien antes, le lamió los dedos del pie izquierdo como señal quizás de perdón por las atrocidades que había presenciado.
-Cartier, perro ma-lo, no beses a este señor. No se porta bien con mamá. No es bueno - pero esa bola de pelo, ajeno a las instrucciones de su dama, siguió cosquilleando los pies de él - Te has quedado sin tu ración de bloc de oca, por indisciplinado –una fugaz idea, arribó a la mente del preso. No le gustaba porque ponía en peligro la vida de un ser inocente, pero era su única salida. Corrió con el empeine izquierdo a Cartier hasta que topó con su otro tobillo, reteniéndole. Ella gritó con desespero. Ese era su talón de Aquiles .
-Atrás limón pomposo. No intentes liberarlo o le crujo el cuello. Desátame o…-ella accedió sollozando. Era curioso, pero esa mujer que le había desgarrado el alma hacía dos minutos, ahora le daba pena, hasta le parecía candorosa porque su corazón padecía por un indefenso perro. Libre del todo, sus articulaciones yacían dormitadas, Bertram se movía como si fuera un enfermo convaleciente que no ha probado ni una cuchara de sopa de huesos blancos.
-Átate tu misma, yo tengo las manos ocupadas…-se había hecho con Cartier, abrazándole sin dañarlo, pero resguardándolo como si se tratara de un balón de baloncesto al que un defensa contrario pretende arrebatar.
-No le haga daño a Cartier, se lo ruego -eso era demasiado, esa maléfica mujer estaba llorando con un dolor que a él casi le emocionó. Unos lagrimones recorrieron las mejillas de Calcurnia, que estaban ahora enrojecidas por el sofoco. Una vez inmóvil la japonesa, Bertram dejó al can en suelo que volvió a estirarse en su particular palco.
-Nunca le hubiera hecho nada, no somos iguales. Yo si tengo corazón -ella parecía calmada, y había abandonado esa pose de mujer etérea que hasta ahora había sido su principal disfraz. - ¿Dónde puedo conseguir ropa? ¿Cómo salgo de aquí? ¿No puedo ir por el bosque de esta guisa?
-¿El bosque?
-Sigue subestimando a sus rivales. Eso es un error de su ego. Si ha quemado mi ropa en una chimenea es que no estamos en la ciudad, no puedo salir desnudo campo a través –ella dudó casi atemorizada.
-Yo…Yo no…Yo no puedo ayudarle….- quiso seguir pero parecía estar bajo alguna influencia que le pesaba.
-Está bien, ahí se quedan los dos, ya me arreglaré, pero antes, me queda algo pendiente -Bertram le bajó la falda como un prestidigitador quita el mantel de una mesa repleta de servicios. Ahí tenía el motivo que demoraba su marcha: esos ligueros y ese majestuoso, orondo e infinito culo impropio de una japonesa, una obra de arte digna de ser expuesta en su galería, una escultura quizás con influencias del artista colombiano Botero, pero admirable.
-¿Qué va a hacer? Creía que usted…
-Tranquila, no sucederá nada desagradable. Sólo deje desquitarme, creo que me lo merezco -hincó sus labios en los ligueros hasta que su lengua terminó el trayecto en las mejillas postreras de ella, apretó con rudeza las mismas como si fueran bocinas gigantes de una bicicleta. Beso, arañó, pellizco y mordió sin excederse la piel pálida de esas posaderas, tiernas, jugosas y blanditas como dos flanes caseros . Menudos glúteos gastaba esa mujer, los hubiera devorado como un caníbal si no fuera que su vida aún estaba en peligro. Esa fué su despedida.
-Me voy Calcu, admítame esa confianza con el diminutivo. Disculpe el tono, no es mi estilo, (aunque me haya tomado por un hombre arrabalero), pero, y retornando a la segunda persona…Serás puta, pero tienes un ¡culazo! - y marchó de allí, desnudo, con el trampolín oscilando porque se había puesto en marcha el proceso interno de excitación, pero andando renqueante, por el dolor sobre todo de la zona en la que había sido maltratado. Avanzaba como un ciclista en su primer día de trabajo, como un inexperto jinete tras cabalgar durante horas.
Estaba fuera de la sala de torturas sin un rumbo fijo para huir de ese antro. La casa permanecía en silencio, ¿sería cierto que estaban solos? En la mente de Arbogas una idea planeaba, y sabía que pronto iba a toparse con algún extraño. Subió las escaleras que se encontró nada más salir, los helados peldaños de mármol estimularon un escalofrío que recorrió toda su espalda. Una luz que salía de una habitación que estaba con la puerta abierta, iluminaba el pasillo. Esperó, pero el ruido era imperceptible, estaba vacía. Era una despensa, se hizo con un mandil que colgaba de la pared ya que él era pudoroso y pasearse desnudo no era uno de sus principales objetivos en la vida; en él estaba inscrito “Restaurante-Brasería La Chimenea ”. En efecto, el bribón del propietario de ese restaurante, había participado en esa tropelía, de ahí la gastronómica pomada de Calcurnia.
Llevaba horas sin ingerir ningún alimento, aún dudaba de cómo se mantenía derecho sin haber perdido el conocimiento. Revolviendo tal caco que busca una caja fuerte, sólo tropezó con tarros de setas deshidratadas, latas gigantes de tomate natural, garrafas de aceite, y una cámara frigorífica repleta de piezas de ternera, cordero lechal y venado. Al fondo de una alacena, unos tarros de galón de pepinillos, y cornichones condimentados sirvieron de aperitivo momentáneo para calmar el apetito de Bertram. Los encurtidos en salazón, pero, dan mucha sed, y tuvo que saciarla engulliendo un cartón de nata líquida que era la única bebida disponible en esa estancia. La combinación tan explosiva, no tardó en hacerle efecto en su estómago, temiendo que ello desembocara a mayores, puesto que sus tuberías intestinales no estaban aún adecuadas para albergar una sesión de excusado.
Unas manchas rojas en el suelo le atemorizaron, se palpó con sumo cuidado el lugar del atentado cerciorándose de que no provenía de allí esa sangre. Debía de haber pisado un cristal perdido de una copa o un vaso roto, y con un andar tan apesadumbrado y quejumbroso no había notado el corte. Con su ridículo atuendo salió de allí, tenía otra escalera delante suyo, y una puerta a su derecha. Posó con lentitud su oreja para adivinar si alguien se encontraba dentro. Había un ruido, provenía del fondo de la estancia, no sabía si un cachalote estaba emitiendo sonidos de cortejo a una hembra, o alguien roncaba. Finalmente optó por llamar a la puerta, aunque eso entrañara cierta dosis de peligro. “Adelante”, respondió una voz hombruna. Arbogas movió el picaporte como un rayo y sin dar espacio a una respuesta se metió dentro. El panorama era dantesco. Un hombre de largos cincuenta, cabello despeinado gris, barba de dos días, cara hinchada, mofletuda, ojos de sapo y nariz acorde con el resto de la composición, pronunció unas palabras antes que supiera a quién tenía delante.
-No me había dormido pastelito de praliné… -al comprobar que era un hombre y no su amada el que estaba enfrente de él, quiso enmendar ese aspecto tan indecoroso, pues vestía un kimono de seda rojo y negro, desabrochado, con una barrigaba que danzaba a su libre albedrío, portentosa acumulación de grasa de ese animal mezcla de un paquidermo, un rinoceronte y un oso gris, aunque estuviera carente de vello su rechoncha piel- ¡Arbogas, usted! ¿Qué hace aquí y vestido así? –Bertram reclinó su vista con un semblante adusto.
-Me apasionaría abrir un debate con usted sobre moda masculina, aplaudo su estilo, la indumentaria le favorece sin duda, pero tengo prisa por marcharme de esta casa de locos. ¿Tiene usted ropa para prestarme? Suya no, por supuesto, creo que no usamos la misma talla. Su amiga dice haber quemado la mía, y no sé por qué pero la creo.
-¿Ropa? ¿Qué significa esto? ¿Dónde esta ella, qué ha hecho con Calcurnia, detective?
-Alto ahí, he sido retenido contra mi voluntad, golpeado por la espalda –Arbogas se palpó la nuca recordando aún el dolor.
-Je, je, bueno, algo había que hacer. Calcurnia, que es una mujer muy sagaz, intuía que mi esposa iba a ponerme vigilancia, y no tardó en comprobar que alguien me seguía, usted con su taxi. Comprobamos la licencia y vimos que era falsa.
-Pero ella se sorpendió cuando yo le expliqué eso, no sabía nada. En realidad al principio no le seguía a usted, sino a su amigo al que utilizaba como coartada.
-Iluso, hizo ver que no entendía para que usted le diera todos los datos. Es muy lista mi niña.Luego,detective, cometió la torpeza de acudir a uno de mis restaurantes, “La olla dorada”,
-“La chimenea”, “La olla dorada”, déjeme que piense, Zacarías Hausknecht, el premiado restaurador. Diría lo habitual en estos casos, “encantado de conocerle”, pero mentiría.
-No esperaba menos de usted.
-Pero no se detenga, siga con el relato del delito Sr.Zacarías.
-Bien, antes que tuviera opción a entrar en el comedor fué avistado por mi estimada discípula.
-Querrá decir, "mi apreciada prostituta", ¿no? -el cocinero hizo caso omiso al comentario.
-Ella le recordaba de estar al volante del taxi. Esta mujer vale un imperio, además de bella, es lista, eficaz y muy observadora, retuvo su imagen. Así que actué de forma impulsiva, le golpeé con un viejo quemador que antes se usaba para tostar el caramelo de ciertos postres, lo atamos, y reservamos en un rincón de la bodega. Puede estar orgulloso de haber compartido compañía con excelsos caldos que ni siquiera sabe cómo se escriben. Por cautela, Calcurnia decidió inocularle un narcótico no fuera caso que su despertar hubiera molestado a los comensales. Lo trasladamos en una furgoneta hacía este otro local, donde además construí años atrás algunas habitaciones dedicadas al ocio. Bueno, creo que una ya la ha conocido. Ja, ja -el gordo rió sin remilgos a pesar de su ridícula vestimenta.
-Sí, tengo un cráter latiente que lo demuestra, y tiene la firma de…-un latigazo volvió a desnudar a Bertram otra vez. La domadora japonesa había reservado en el diván a la Calcurnia melodramática, para encarnar ahora a la heroína crápula que acudía al auxilio no de su amado, sino de su pecunio cliente.
-No le cuentes nada “Zac”. No es ningún detective, sólo se trata un pobre diablo sin empleo.
-Llegas tarde “Honey”, aquí el modelo de pasarela me ha detallado vuestras delictivas hazañas. Pero tranquila, que no siendo un licenciado no sé si la Ley dará credibilidad a mi relato.
-No te moverás de aquí Arbogas. Ahora volverás a tu celda, y serás apresado a conciencia, no como he hecho yo- Kobayashi alzó su puño derecho para fustigar a Bertram, pero éste, se adelantó a su movimiento, la asió del antebrazo y la catapultó hacia delante, chocando la cabeza de ella convertida en ariete, contra la barriga del chef. Zacarías, poco dado a la agilidad, se trastabilló impactando su cabeza contra el cabezal de la cama. Ella quedo de rodillas algo aturdida, pero logró levantarse enfrentándose cara a cara con su enemigo. Bertram excitado por la situación de peligro y desarmado, optó por fustigar el ojo y el pómulo derecho de ella, con el único objeto medianamente recio que tenía a su alcance, su masculinidad, no tan apreciable como la de J.C LaRoe, pero sin duda lo bastante compacta para noquear a golpe de glande a su oponente.
-“Au revoir” señores- dijo Bertram Arbogas saliendo de la habitación, cogiendo antes la llave que colgaba de la cerradura y cerrando a esos dos pillos dentro. Cuando él corría en busca de una salida, escuchó aporrear la puerta por un desesperado Zacarías. Eso le hizo retroceder sobre sus pasos.
- Tengo dinero, podemos entendernos…
-No busco eso, quiero justicia.
-¿Justicia? No vaya a la policía…Adelaida, mi mujer, mis negocios. ¡Mi vida estará arruinada!
-Descuide, si fuera a la comisaría a denunciar lo que ha pasado hoy, tendría que exponerme a una revisión rectal por parte de un médico forense. No, esa verja permanecerá cerrada para siempre para toda persona que no sea de la casa. Espero que esta decisión le haya complacido.
-¿Entonces?
-Ciertas revistas estarán encantadas de escuchar mi historia. Aprovechen la velada tortolitos, quizás sea la última vez –definitivamente salió a la carrera del restaurante, antes, pero, salvaguardó su dignidad con un mantel blanco que le ofició de toga romana. Con contenida emoción antes de embocar la puerta de salida, rememoró lo sucedido en las últimas horas en ese horroroso lugar: le habían pegado, secuestrado, atado y mancillado, y todo por un exceso de curiosidad. Se había dejado su integridad como persona, y la huella de ese desafortunado hombre, Bertram Arbogas, perduraría en la memoria de sus malintencionados adversarios, y allí, en ese lugar, quedaría el recuerdo de él, porque además de su asombrosa hazaña, había dejado su sangre en la despensa.
FIN