Thelonius agitó su vaso sin sutileza alguna, provocando el musical tintineo de los hielos cuando chocan entre sí. Movió en círculos de nuevo su bebida, como si se tratara de un fármaco en polvos que no termina de disolverse. Después de la habitual liturgia del bebedor, sorbió un trago de su Campari con naranja. Su sabor era tan amargo como siempre, analogía cínica de lo que era su vida, una supervivencia lineal y gris de un hombre anticarismático, olvidado en su día por los Dioses de la belleza, (según afirmaba él), cuyo historial sentimental estaba tan vacío como el estanque del parque que tenía delante de su casa. El monótono trabajo en la oficina le permitía subsistir sin carencias económicas, pero no le alejaba de un estado de ensimismamiento constante, donde la falta de motivación por las cosas cotidianas había llegado a un extremo preocupante.
Thelonius miró dentro del vaso ya vacío, donde yacían unos derrotados hielos convertidos ahora en agua fresca, esperando que éstos cobraran vida y le dieran alguna respuesta válida a sus problemas. No estaba tan borracho para escenificar ese momento cómico. Pagó su copa, y mientras lo hacía, observó con alborozo que la llegada del mes de septiembre, además de rebajar de forma notable la temperatura y de llenar las calles de mantas de sonora hojarasca, había traído consigo al barrio, una turba inacabable de exultantes muchachas cuyo recorrido terminaba un par de calles más allá de su domicilio, en un centro de estudios universitarios de nuevo cuño. En pocos minutos, mujeres de todos los estilos pasaron por delante suyo: altas, bajas, pelirrojas, rubias. La mayoría elegantes, con donaire, y más dispuestas a acudir a una fiesta de alta alcurnia, que a una aburrida clase sobre feudalismo tardío y capital mercantil.
Salió del local donde se encontraba, y se mezcló sin quererlo con parte del pelotón de estudiantes, (en su gran mayoría féminas), que asistían a la sesión de tarde. Dos imponentes nórdicas, zancudas, con jeans tan ajustados como sus sueters, pasaron por su izquierda esgrimiendo sus rubias cabelleras y unas risas agudas; para compensar, se rozó con él una rauda señorita, veinteañera, de poca estatura, con corte de pelo estilo Cleopatra, pero de formas esculpidas por el más esmerado artista que cincela con maestría todo tipo de curvaturas. A penas tuvo tiempo de admirar cómo se movían de lado a lado, (como cuando un ciclista está sufriendo al máximo en un puerto de categoría especial), ese par de nalgas embutidas en unos pantalones que no hacían más que resaltar un pandero que uno desearía que hubiera sido un bongo, para dedicarle una duradera sesión de palmadas, quizás no tan acústicas como si fuera el instrumento de percusión, pero sí del todo placenteras. Mientras los pensamientos procaces habían ido adquiriendo vida en la mente del desgraciado Thelo, las chicas ya habían pasado, la morena bajita que se aferraba a su carpeta contra su pechera como si fuera su salvavidas, se había evaporado, y él estaba enfrente del portal de su casa.
“¡Canastos, es ella!”, pensó Thelonius cuando divisó a unos pocos metros la corta figura de la muchacha con la que había mantenido una ligera fricción un par de semanas antes. Parecía estar pasando frío, tenía los brazos cruzados y su gesto era de estar encogida. Departía con una señorita algo mayor que ella, de aspecto latino, y por la expresión de las dos, parecían tenerse bastante confianza. Nuestro protagonista quiso perder tiempo para averiguar más de ella, seguirla incluso, lamentando no haber sido nunca fumador, una excusa perfecta para permanecer estático en un punto, mientras se vigila al sujeto. Entonces tuvo que echar mano del recurso número dos: el móvil. Lo sacó fingiendo estar hablando con alguien, acompañando esta acción de una inspección repetida y nerviosa de la hora, tal y como si estuviera esperando a un amigo que llega con un destacado retraso. Cuando la charla entre la morena y la amiga finalizó, él estaba presto para seguir su rastro, esa mujer le había despertado una curiosidad inusitada, pero no fué necesario. El recorrido de la “hormiga atómica” había sido más corto de lo previsto, había entrado en su mismo portal. En efecto, se trataba de su vecina, la chica del entresuelo. Sabía que vivía un inquilino nuevo desde hacía un par de meses, pero, azares de la convivencia moderna, nunca se habían presentado. Por supuesto, el interés por esa dama se había ahora multiplicado.
En las semanas venideras, la figura de la enigmática desconocida pasó a ser el centro de atención de Thelonius, hasta el punto que se vio obligado a modificar las entradas y salidas de la oficina con el fin de llegar a coincidir con ella. El experimento funcionó, dando como resultado que la señorita del entresuelo llegaba a casa al mediodía y muchas noches, sobres las ocho, salía para hacer la compra. Su primer encuentro en el edificio no se hizo esperar. Thelonius aguardaba en el rellano de los buzones como si repasara el correo, pero sabiendo que ya pasaban de las 14’30, era consciente de que el motivo de su presencia no podía demorarse demasiado. Un forcejeo de llaves en la cerradura fué el preludio de un acelerón en su ritmo cardíaco. Su corazón era ahora el “tam-tam” que tocaba a boga de ataque como en las galeras de “Ben-Hur”. En efecto, era ella, casi no hubo miradas ni saludos, sólo un frágil “hola”, acompañado por un imperceptible “perdón”, ya que ella le había tocado un hombro con una bolsa donde iban unos rollos de papel higiénico. El instante se podría tildar de más absurdo que romántico, pero no resultó obstáculo para que a Thelo, al devolver la tímida bienvenida de su vecina, le temblara la voz como si estuviera a punto de recitar unos versos antes de tirarse en paracaídas. Abrió y cerró el buzón en dos ocasiones, y mientras ganaba tiempo haciéndolo, pudo regodearse de nuevo con ese tafanario en tres dimensiones que ahora se movía en todas direcciones puesto que estaba subiendo las escaleras. Pensamientos impuros le atenazaron, escenas lascivas con esos todopoderosos glúteos como eje principal de sus fantasías, pero casi al mismo instante en el que tomó consciencia de que su rostro mostraba el registro de un tontivano, un sentimiento fugaz caló en él con la misma fuerza que un rayo deja maltrecha la corteza de un roble centenario. De repente, Thelonius entendió que a pesar de que le apetecía intimar con esa muchacha, de que ansiaba poder reconocer palmo a palmo su cuerpo apetitoso y juvenil, lo que más deseaba, muy por encima de la lujuria, era poder charlar con ella, conocerla, reír juntos en una tarde de lluvia donde dos amigos departen sin ambages sobre los avatares de la vida mientras un gato negro ronronea encima de la mesa y tambalea con su cola un florero con una rosa casi marchita; quería admirar su sonrisa, (presa hasta el momento por unos celadores labios, tan serios como prominentes), acariciar su tiznado pelo, juguetear con sus orejas. No había dudas, él se había enamorado de pies a cabeza del pimpollo del entresuelo.
Pocos días después, esta vez sin estratagemas, estando Thelonius delante del contáiner que tenía enfrente de casa, al girar su vista a la izquierda, vio que ella estaba a su lado intentando tirar una bolsa de basura tamaño industrial. El estado de nerviosismo al que se mutó Thelonius al percatarse de la compañía, hizo que le fallara el pie con el que sostenía la manivela que accionaba la palanca del artilugio, haciendo caer la bolsa de ella al suelo. Ambos se agacharon, y conocida la torpeza de él, sus frentes sonaron creando un onomatopéyico ruido, emulando los encontronazos entre jugadores rivales en un encuentro de hoquey hielo. Los dos parecían imitarse, se sonrojaron como colegiales ante una pregunta directa, se aliviaron la frente masajeándose levemente con las yemas de los dedos, y prepararon sus disculpas:
-Perdona…-Dijo ella con un timbre de voz apagado, bajando la vista como si tuviera pudor.
-No, ha sido culpa mía…Soy Thelonius, Thelonius Pinkerton…Vivo aquí delante, en el tercero.
-Sí, te tengo visto, yo también vivo aquí. Me llamo Ana Zubrowskaya -Se estrecharon la mano, la de ella pareció una pastilla de jabón que se escurre al intentarla asir. Sus modales no podían esconder a una mujer más apocada.
-Tienes nombre de cava y apellido de vodka, debes ser una mujer explosiva -Ana no pareció entender la chanza, creando un mutismo que aumentó el color encarnado de la tez de él, (tipo taza de de Nescafé), a un morado de alguien al que le falta el oxígeno. Tras permanecer unos segundos callada, matizó:
-Nací en Fortaleza, mi madre es brasileña y mi padre era polaco -Por fin sonrió, dejando en libertad por primera vez un perfil más pícaro -¿Thelonius? ¿Es acaso un personaje de dibujos animados? –Thelo tiró el cartón que apresaba entre sus manos dentro del contáiner. Ana se había fijado en que era el fascículo número 13 de “Las aventuras de Silvestre y Piolín” en DVD, de ahí su comentario. Su rostro enrojecido dio paso a un balbuceo de hombre bobo que no sabe afrontar una conversación de más de una frase con una mujer de buen ver.
-A mis padres les encantaba la música jazz, de ahí el nombre -Como ella no reaccionó, tuvo que completar la información.-Thelonius, Thelonius Monk, el pianista -Una llamada al móvil de Ana interrumpió la charla, el otro interlocutor parecía ser un hombre. El diálogo se compuso de monosílabos.
-Perdona, me llama una compañera que no puede hacer el turno, tengo que substituirla…Por cierto, ¿y tú eres mi vecino, por qué nunca hablas conmigo, por qué nunca me has dicho nada? Bueno, ya sabes dónde encontrarme, cuando quieras te invito a tomar una taza de te o café, lo que prefieras –Thelonius asintió sin decir palabra combinando la cara de sorpresa con una de idiota que en un concurso de lerdos se hubiera llevado una mención honorífica. ¿Estaba soñando o la vecina del apellido impronunciable se le había estado insinuando? – Ahora me marcho al hospital, ¡Adiós! –Qué maléfica y persuasiva musicalidad contenía esa frase de despedida, esa entonación de niña caprichosa que pretendía cortejar a un hombre poco habituado al éxito con las damas, había echo acto de presencia, aunque el devaneo por parte de Ana no era preciso, él estaba en sus manos desde hacía semanas.
Un estruendoso derrapaje en la calle llamó la atención del Sr.Pinkerton, siendo la maldición completa cuando sin hacerse esperar, dos bocinazos al estilo buque que parte de un puerto, atacaron auditivamente a todos los que se hallaban cerca de la acción del conductor. “¿Quién diablos pretende copar tanto protagonismo? –Masculló entre dientes mientras salía al balcón. El individuo era un tipo de más de cuarenta años, de melena al viento exagerada, que movía constantemente de lado a lado para presumir de su brillante manto capilar. Su indumentaria era un polo rosa Burberrys atado a la espalda, (debía mantener su imagen de adolescente, sólo le faltaba la carpeta con las siglas de la universidad), camisa a cuadros Ralph Laurent, y gafas de sol en la pechera, de esas que cuestan casi la paga de un mes. Sin duda, el conductor de ese descapotable azul brillante, si hubiéramos estado en invierno, se hubiera presentado con un abrigo de piel hasta los talones color fucsia. Era el típico madurito pretencioso, de risa fácil y nerviosa, que se creía irresistible, y que es posible que guardara el muy necio en su guantera, todo lo indispensable para prepararse una ración de polvo blanco que le ayudara a encarar con el vigor que la edad le había quitado, una noche de desenfreno. Pero el cacaseno gastaba un apéndice nasal tan salido, que parecía un juez de línea cuando extiende el brazo para señalar una infracción. “¡Dios…no! Cretino con suerte.”, su adorada vecina había salido del edificio para encontrarse con él. ¿Iban a ir juntos al hospital, no parecía? Zubrowskaya se había puesto unos zapatos de tacón de 10 centímetros, falda corta ceñida, que le quedaba bastante por encima de las rodillas, medias negras con relieves, que hacían que la vista desvariase en un viaje psicodélico por entre esas jugosas piernas, y chaquetilla torera a juego con la falda. Para alivio de Thelonius, no hubo besos de presentación, pero sí una palmada en la retaguardia de ella antes que marcharan a todo gas. Thelo entró en casa desolado, con el abatimiento de aquél al que le acaban de marcar un gol en el tiempo de descuento. Con la cabeza gacha comentó:"Bribón…Si podría ser su padre”. Esa noche se marchó a la cama sin cenar, aunque tampoco pudo dormir. Esa frase se repetía como si fuera el estribillo de una canción pegadiza:"Podría ser su padre…”. Algunos momentos de esa tarde iniciaron un tour salvaje por su cabeza: la escena del contáiner, la insinuación de ella, la llamada telefónica… ¿Por qué mintió de esa manera? Llamó un hombre, Pinkerton se percató de ello, y la salida, por los atuendos, era más festiva que laboral. De repente, una horrenda sensación le atenazó, era como haber sido atravesado por la espalda por algo frío y cortante. Ahora sí que sus ojos permanecieron en guardia lo que restaba de velada.
En las semanas venideras todo transcurrió sin novedades, hasta que coincidieron de nuevo nuestros protagonistas en la entrada del edificio. Ella, como siempre, bajó tímida su vista, arreboló sus mejillas, entreabrió la boca con gesto de inseguridad, y sus ojos empezaron a desprender destellos como si estuvieran bajo los efectos de algún colirio.
-Hoy son mi cumpleaños -Musitó con ese divertido acento que tenía –Si quieres hago fiesta en mi casa- Ahora el de camaleónica y encarnada faz era él. Un surtidor de sudor empezó a emanar por su frente y sus manos. Había perdido los papeles y sin ayuda de su inestimable secretaria debía encontrarlos si no quería volver a parecer idiota delante de esa belleza. Antes que Thelonius diera con alguna frase convincente como respuesta, ella observando la maleta que él arrastraba, volvió a tomar la iniciativa.
-¿Te vas?
-Un par de días. Tengo una reunión importante de trabajo en la sede de la empresa, y viajamos a la capital. El fin de semana ya estoy aquí. Felicidades por tu aniversario -Tras semanas de espera, el primer contacto físico con Ana se produjo. Fueron dos castos besos en las redondas carrilleras de ella, tan tiernas y suaves como el lomo de un corderito recién nacido. A su vez, notar como sus labios de nube de nata y fresa derretida contactaban con su cara abrasándola de placer, le ocasionó un escalofrío que le estimuló todos los pelos de su cuerpo, los de la parte trasera del cuello, en especial, se alzaron majestuosos, mostrando sus respetos hacia la más bella dama que jamás había visto su amo.
Qué infortunio el de Thelonius, marchar cuando una pollita de esas características le reclamaba. Lo bueno del caso, es que pudo encarar ese par de fatigosas jornadas laborales, con un ánimo renovado, encargando una cesta floral francesa cuyo destino era el entresuelo 1ª de su edificio. Al menos había cumplido como un caballero, ya que el fayanco que le había regalado, contenía una muestra cromática y olorosa de flores, que debía encandilar hasta la mujer con el carácter más complejo.
La vuelta a casa tuvo lugar en la fecha prevista. Las reuniones habían sido largas y monótonas, pero sin más contratiempos. Se había conseguido solventar el envite, y una copa de licor era el premio que se había reservado para él. Entrando en casa, la maleta emitió un rugido, se había trabado con un papel, era una nota: “Gracias por las flores Thelo, me han gustado muchísimo. Por coincidencia, la que está de viaje ahora soy yo. Te dejo mi número de teléfono. Ya sabes dónde encontrarme. Si sí o si no, llámame. Besitos calentitos Ana”. Después de leída la nota, Thelonius Pinkerton no pudo menos que resoplar como un caballo después de pararse al haber galopado en una larga carrera. Poco satisfecho, continuó con la imitación de una avioneta y volvió a la guturalidad animal, haciendo algo parecido al sonido que emite el pavo real cuando corteja a la hembra. Terminada la sesión con la caja de ruidos, volvió a examinar la hoja, “si sí o si no llámame”, no podía ser si no una mujer la que se expresara de manera tan críptica. Guapa y misteriosa, lo tenía todo para ser la actriz principal de una película de intriga. Ingerido el Cointreau con un par de gotas de angostura, no tuvo más remedio que coger el teléfono. Ella parecía hacerse de rogar, y no habló hasta el tercer saludo:
-Hola “Zelo”, ¿cómo estás? Me gustaron mucho tus flores, fué un detalle muy bonito.
-Bien, gracias, lástima que no pudiera quedarme para tu fiesta, pero el trabajo era ineludible -la voz de Ana adquirió un tono susurrante, sensual y provocador, casi de línea telefónica para adultos.
-Te tomas el trabajo demasiado en serio. Si quieres, yo podría ayudarte, sería una buena secretaria, seguro que haríamos un buen trabajo en equipo -Pinkerton, sobrepasado por la conversación, sólo pudo despedir un absurdo balbuceo.
-Eres demasiado serio “Zelo”. Muy serio pero muy guapo- ¡Arrea! El ego de él se había encaramado a la cumbre, había hecho sonar la campana de alarma que otorga el premio de la feria, pero Ana aún no había pronunciado su frase más célebre- ¡Y me da un morbo que seas mi vecino! -La charla continuó por derroteros más convencionales, quedando ella como una solitaria muchacha aburrida, que se sentía atraída por su vecino del tercero, y él en el departamento celestial donde reposan los enamoradizos que ven que pueden ser correspondidos, y entran en un estado de euforia producido por una producción en masa de endorfinas, ya que la soltería perenne en la que han estado inmersos, ha menoscabado su energía.
Sin querer estropear una historia que pretendía que triunfase, entendió que la cita con Ana tenía que llevarse a cabo en breve, quizás no de inmediato, demostrar demasiado interés podría asustar a la joven, y dejar que los días cayeran sin mover ficha, sería una treta que no podía usar, ya que eran siempre ellas las que se amparaban en el recurso de hacerse las interesantes. El objetivo estaba marcado, sólo faltaba por decidir cuál sería el día elegido para la batalla amorosa.
El domingo siguiente a las 17’00 habían quedado en casa de ella para tomar un café. Thelonius, en un principio, había pensado en presentarse con una botella de cava, (por el juego de palabras con el nombre de ella), pero esa bebida no era la idónea para acompañar a la infusión, y pudiera ser un detalle que revelara un interés excesivo en terminar el encuentro de manera menos formal de lo prevista. Así que decidió ir a una de las pastelerías más prestigiosas de la ciudad, y comprar una bandeja de lionesas caramelizadas de nata, crema y trufa. Pinkerton parecía un camarero novato, que con visible tosquedad va solventando los impedimentos que surgen ante él, con más suerte que pericia. A punto de llegar a su casa, un gordinflón de treinta y cinco años, un tipo desarreglado, sudoroso, con jersey desgastado de manga corta , y ridículo ombligo al aire, topó con él y sus delicada repostería. Era lógico que sucediera, dado que el hombre no paraba de moverse como si fuera un vigilante que custodia una entrada; mientras, con voz elevada, hablaba por el móvil:"Marcela ya estoy en la esquina, dime…”. Al menos, tuvo la decencia de disculparse ante Pinkerton. Por suerte el roce había sido leve, y el paquete no había sufrido desperfectos, aún así, Thelonius se giró con cara enrabietada mirando al culpable de ese choque que continuaba con su griterío del que le pareció rescatar la palabra “enfermera”. No sabía qué, pero una extraña percepción, como la del animal del bosque antes de la tormenta, le rondaba por la cabeza. Guardó las lionesas, entreabriendo con delicadeza su envoltorio, respirando al ver que estaban en perfecto orden para ser degustadas mañana. Cerró el frigorífico, y tras ello, el sonido de un interfono que procedía de pisos bajos pareció alterarle. Corrió al balcón mirando con cierto desespero hacia la calle, el gordo ya no estaba. Un arrebato de locura pareció poseerle, Thelonius buscó con desespero en la mesilla donde guardaba las revistas y los periódicos del día. Agarró uno como si fuera un soplón al que quiere sonsacarle información de inmediato, y se le desmoronó por el suelo como un hojaldre al que un goloso comensal aplasta con sus manos. A pesar de que era un hombre escrupulosamente ordenado, no le importaba ese momentáneo descuido. Él mismo terminó por esparcir las hojas por todo el salón hasta que dio con la que buscaba. La leyó con la voracidad con la que alguien repasa una lista de víctimas en un accidente. Tras un par de minutos, se derrumbó en silencio en una butaca y arrojó esas hojas periódico que tenía en la mano…
Había llegado el día crucial. Eran las cinco de la tarde, y Thelonius, prescindiendo de la raya diplomática y la corbata, (demasiado sufría ya en el despacho con tanta rigidez con el vestuario), bajó informal, aunque elegante, al encuentro con su vecina. Llamó al timbre y un taconeo que se aproximaba puso en el punto más álgido la tensión corporal de Pinkerton, que hasta ese momento había mantenido la serenidad. La puerta se abrió lentamente, y a él, le pareció que sonaba como las rejas de una cárcel. ¡Menuda celadora! Tras el saludo, en el que él siguió mostrándose rígido, pasaron a una sala de estar, donde ella encendió un equipo de música que envolvió la estancia con acordes de un piano, un contrabajo y una batería.
-Has traído pastelitos. No hacía falta, he hecho “coco queimado” y “pão de queijo”. Engordan, pero de vez en cuando…-Thelonius fingió una sonrisa tan forzada, que pareció ser estúpido. Daba la sensación de que su cara era la de un equino al que le habían tirado de los estribos enseñando la totalidad de su dentadura sólo por efecto de la fuerza bruta.
-¿Qué quieres, te, café o quizás te apetece más una copa? Whisky, caipiriña, las preparo muy bien, con azúcar moreno, aunque el truco está en cómo se remueve la mezcla, ya sabes…-Ana acompañó su postrera frase con un movimiento de caderas seguido de una especie de beso en el aire. El gesto de él era pétreo, enfadado y hierático a la vez, tal y como si estuviera posando para un retratista del siglo XIX. Dio un paso al frente y se acercó a ella. Su expresión empezaba a resultar grotesca.
-Por lo visto funciona así…
-¿De qué hablas "Zelo"? Estás raro, ¿te paso algo?
-Las presentaciones, la música suave, el ofrecimiento de una copa. Disculpa mi reacción, pero no estoy familiarizado -Thelonius sacó un sobre de la chaqueta y se lo entregó a ella, que no pudo menos que exteriorizar estupefacción. El inició un tartamudeo antes de interrumpir su locución con un pueril gimoteo –Creo…Creo que éstas son tus tarifas…-Pinkerton cubrió su cara con ambas manos que estaban ya embadurnadas de sudor. Se restregó los ojos, los pómulos, el mentón como si estuviera frotándolos para darle brillo, intentando disimular su dolor. A pesar de todo, no parecía dispuesto al llanto. Ana se sentó a su lado.
-Así que lo sabes…
-La noche que nos conocimos y te sonó el móvil, dijiste que una compañera de trabajo te llamaba para que le hicieras el turno en el hospital, pero en cambio, yo, que estaba pegado a ti, escuché perfectamente la voz de un hombre. No le di importancia, pero poco rato después, saliste de casa vestida para el delito, y te montaste en un descapotable azul con un caballero que quería lucir coche y señorita…
-El Sr.Wilkinson…-Musitó ella entre dientes con sorpresa.
-Yo creía que la discreción era algo primordial en el relax, ¿No? ¿Lo he dicho bien, verdad? ¿Es así como lo llamáis? ¿Es este el eufemismo que utilizáis, relax? Perdona pero no soy experto en este tema.
-Por favor, no seas tan mordaz -Ana giró la cara dolida, y ello creó una tensa pausa de breves segundos.
- La falta de cautela de tu amigo a la hora de frenar, me hizo salir al balcón y desde allí oteé vuestra “sigilosa” marcha. Entendí que no me habías dicho la verdad, porque a la postre yo no dejaba de ser un desconocido para ti, y por lo tanto, no estabas obligada a contarme detalles de tu vida privada. No obstante, la diferencia de edad entre vosotros encendió una pequeña luz de alarma en mis adentros, aunque se difuminó a medida que fuimos congeniando y ensanchando nuestra relación amistosa. Hasta que ayer colisioné con otro obtuso que debes conocer bien, topó conmigo viniendo yo de la confitería no desperté. El caballero aguardaba en el portal bigardeando, y pude captarle algunas palabras sueltas:"Marcela…enfermera” .Sin saber qué pasaba, mi cabeza entró en estado de ebullición: Las extrañas horas en las que ibas a hacer la compra, la cita con el tal Wilkinson, el inexplicable viaje después de tu aniversario… ¿Por qué una chica que trabaja fija en un hospital como enfermera, realiza tantas salidas inesperadas, algunas durante varios días? Estando en casa, escuché sonar un interfono de un piso muy bajo, era el tuyo, y el seboso de la calle, que esperaba órdenes por teléfono, ya había desaparecido. Entonces me vino todo a la cabeza. Supongo que el presunto cliente debió decir algo como:"Recíbeme vestida de enfermera”, y él no era un paciente, sino un salido. La idea de que pudieras ser una… -Pinkerton se frenó antes de expulsar un exabrupto con funestas consecuencias.
-“Escort”, ese es el nombre que usamos -Él asintió mostrando un desconocimiento total del vocablo -creyendo que pudieras ser lo que comentas, me abalancé como un loco sobre la sección de páginas de contactos del periódico, y…Encontré ésto; coincidía el teléfono, el texto no me atrevo a reproducirlo -Thelonius le entregó a Ana un recorte de diario arrugado.
-Ahora ya lo sabes todo. Soy yo, Marcela es el nombre que utilizo en el relax.
-Me llegué a creer que te interesaba, incluso que te gustaba. Desde que Ofelia Staunton cuando teníamos ocho años me perseguía al terminar las clases para darme besitos y pellizcarme el trasero, ninguna fémina había mostrado interés por mí. He sido pateado hasta por chicas que pesan el doble que tú. ¿Y sabes qué es lo peor de todo? Que ayer, después de enterarme y asumir lo tuyo, me dio igual: por un lado me sentí el hombre más celoso del mundo por saber que puedes haber estado con cualquiera, pero por el contrario, sabía que unos cuantos billetes me daban opción para compartir una hora de tu vida conmigo. Sesenta minutos no me bastan para empaparme de ti, conocerte, charlar, verte reír, pero lo acepto. Cógelo, es tuyo.-Pinkerton le puso entre las manos el dinero del sobre, en un ademán exento de malicia. Ella, callada, dobló los billetes y los guardó en un bolsillo interior de la chaqueta de Thelonius. Acto seguido lo acarició con la ternura que una madre toca a su hijo, y aproximándose a él, le entregó un cálido beso en los labios. Pinkerton, cogiéndola de los puños, detuvo lo que parecía podía tornarse más acalorado.
-Ana, sabes que estoy ido por ti. Desearía que sucediera, pero, no quiero que sea en tales circunstancias. ¿Son besos de caridad los que me entregas? –Ana adoptó un tono irónico.
-Sr.Thelonius, y ahora lo he pronunciado bien…PIN-KER-TON -cogió el anuncio del diario y lo hizo trizas -Como dicen en mi país, esto es “página virada”, historia. Eres el primer hombre que conozco que me valora como persona y no como objeto, eres honesto, educado, sensato, ¡atractivo! … -Ana ladeó la cabeza como si algún detalle fallara.
-¿Qué sucede, qué está mal?
-¿Dónde dejaste la corbata?
-En el armario. Me agobia.
-Pues a mí me excita...-la brasileña le tiró sin mesura por el cuello de la camisa para atraerlo hasta ella, tal y como lo hubiera hecho un agente antidisturbio ante un manifestante colérico. Un ósculo con una pasión que iba subiendo el grado de atrevimiento, tiñó los labios de Thelonius de color violáceo. Antes de seguir con lo que era el prólogo de una tarde antológica, Ana Zubrowskaya puso el epitafio a esta historia: "No importa, con corbata o sin ella, "amo te"".FIN