IMAGEN
La ventana, hecha espejo por la noche, devuelve la imagen que la retina, estúpida, olvidará pronto aunque bien mereciera no volver a ver y velar con ella la mirada. Un hombre, desnudo, está sentado en el borde de una cama. No puedes ver su rostro, aunque imagines o desees que sea el tuyo. En su regazo, ella, con las rodillas ligeramente flexionadas, sin llegar a sentarse, suspendida en el espacio y en el tiempo. Orgullosamente desnuda, excepto por unas medias negras y zapatos con altos tacones. El parece sostenerla, o atraerla, con las manos en su cintura, en la piel que se adivina tersa y suave. La cabeza, ligeramente ladeada hacia la escena, desploma una melena oscura con mil reflejos de cobre en dirección a los senos que, firmes, proyectan su sombra sobre el vientre plano. Los ojos se entreven felinos, curiosos y satisfechos, ante lo que contemplan. No puede ser de otro modo. Sonríe, siempre sonríe, con los labios entreabiertos, a medio camino entre el susurro y el silencio. Detrás del cristal, 500 m. más abajo, la vieja Dama, otrora administradora de prodigios, oculta su actual decadencia con la proyección de millones de bengalas que tiñen de oro su piel.
La piel dorada es, desde los anales del hombre, la carne de los dioses. La carne de los dioses entre tus brazos
CARNE
Devoras esa piel, intentas memorizar todos los recodos, siempre tan suaves, que te sorprende que, bajo ella, palpiten órganos cuando crees que sólo hay espacio para pasiones. Exploras. Palpitas a su vez, dentro de ella, debajo, encima... detrás de ella, en un carrusel que bien quisieras no tenga fin, sólo principio. Notas como se contrae, en torno a ti, como se yerguen, aún mas, esos pechos que llenaban tu boca y sus manos se clavan en las sábanas. Y después descargas, bien se podría decir con ira tu pasión... tu gloria. Y esos ojos de gata que te miran, complacidos, esa boca que sugiere lo que quisieras escuchar y sólo te escuchas a ti mismo, porque tantas dijeron que te amaban y, sin embargo, nunca notaste lo que ahora, la carne de los dioses te anuncia. Y buscas esos labios, que no dicen pero que besan, como no recordabas se podía besar, y te nutres de ellos, de su silencio que retruena en tu cabeza con la fuerza de todos los tambores que crees pueda haber en el mundo. Y en algún momento, bajas al sur, donde otros labios, tan o más hermosos, te inundarán de miel que aquel día se te antoja con sabor de rosas rojas.
FLOR
Porque quizás los Dioses huelan a flores, pero tú pobre mortal, no lo sepas todavía. Y veas como excepcional, lo que es normal en ella. Porque quizás los Dioses también se comuniquen con flores, como el viejo código que los humanos ya hemos olvidado. Y no lo sepas, pero ese aroma, que te inunda, te esté diciendo algo. Como aquellos ojos, que parecen almendras en forma y color, pero siempre almendras dulces. Al fin, las almendras son fruto de las flores más tempranas. Como también la miel de rosas rojas que te nutrió y embadurnó e incluso compartiste con ella. Una flor para cada ocasión te está hablando, y no te diste cuenta, cuando entró en el coche y los pétalos de sus labios te besaron, cuando, en el viaje, los estambres de sus dedos te acariciaban con ternura, cuando, en el restaurante, los cálices de sus ojos te miraban...
Pero en cualquier caso, está contigo, gracias a un contrato que, quizás sea invención de Dioses, pero que no difiere tanto de otros contratos que firmaste sin ganas de leer y nunca se cumplieron. Este, se cumple, porque es muy simple, ofrece sólo lo que quieres dar y recibir. Y lo vas a cumplir, porque tú quieres dar mucho y, no lo sabes, pero recibirás tanto cuanto ignorabas hubiera tanta felicidad en el mundo.
Y llegará la mañana siguiente, con mudos testigos de vuestra complicidad que te envidiarán, corroyéndose, admirando quien te acompaña. Porque aún está más hermosa y sus ojos son aún más dulces. Y no deja de mirarte. Y no deja de sonreírte. Y no deja de escucharte. Y aunque es Otoño, y la niebla araña las cimas, la mañana te parece cálida.
OTOÑO
Y en su lugar, al fin, un vacío amenazante parece querer inundarlo todo, cuando todavía la ves, tan grácil, tan esbelta, caminar calle abajo. Y maldecirás mil veces al tiempo, porque, ignorante, no supo detenerse, y mira que se lo habías dicho. Y también al aire, porque acabará llevándose su aroma, aunque te aferres a él. Y, por fin, a la escarcha, mil veces maldita, porque osará humedecer los labios que nunca hubieras querido dejar de besar.
Y aún así, no recuerdas un otoño más hermoso en tu vida.