Madrid
por
- 11/09/2014 a las 20:46 (1583 Visitas)
Me he caído de la cama.
Cuando un domingo una se levanta a las ocho de la mañana sin razón como mínimo siente que está quebrantando alguna ley. Parece que el domingo está hecho para vagabundear del sofá a la cama después de estar un par de horas recreándose en un despertarse imposible, pero no soy capaz.
Supongo que ayuda el hecho de haber amanecido con el cojín como única compañía, si no esta historia tendría otro principio, algo así como : “Soy tan parte de la cama como de ti”…
Pero no, aquí una que se pasa el día acompañada ha elegido dormir sola y su alarma interior le ha pegado un par de patadas demasiado pronto.
Me he caído de la cama y he saltado a la calle, y la ausencia de almas me ha dicho que es domingo y que estoy en La Latina, barrio de resaca.
Qué silencio! Madrid se detiene un poco, las persianas me dan la espalda y yo busco una cafetería.
Policía sí que hay, y como soy la única que se atreve a cruzar la calle me siguen con la mirada, creo que no cuadro ni a la de tres en estos paisajes porque no tengo pinta de lianta con mi portátil y libreta bajo el brazo.
Quizás mi búsqueda va a ser más ardua de lo que imaginaba, parece que ninguna de las terrazas que conozco es capaz de desplegarse para mí. Casi oigo a las sillas riéndose al verme pasar a esas horas y a las mesas plegadas preguntándome: “¿Dónde vas, catalana?...¿Te has caído de la cama?”.
Sí, ostias, me he caído de la cama, pero lo llevo bien, no me toquéis las narices.
Subo la calle Mayor y paso frente al hombre del culo pelado que mira las ruinas.
Estoy a punto de preguntarle a la policía por ese tipo, pero enseguida me los imagino comentando entre ellos la jugada cuando me aleje y me cohíbo, ya me lo contará de una forma más impersonal la Wikipedia o alguna página de historia de la ciudad.
Sigo caminando calle arriba, me cruzo con una pareja de adolescentes, él enganchado a ella que se empieza a dar cuenta de que se está llevando un pulpo baboso a casa.
Y aquí está la Plaza Mayor, qué maravilla, ya empiezo a ver que no estoy sola en esto de transgredir las costumbres domingueras de quedarse perreando en casa, no soy la única santa aburrida que no está de resaca, pero sigo siendo la única friqui que va con un netbook bajo el brazo.
Ahí están mis terracitas abiertas, ya me siento un poco menos fracasada. Me meto debajo de los arcos y decido dar la vuelta entera a la plaza para escoger punto de anclaje con café en mano. Me cruzo con un friqui, ahora sí empiezo a sentirme parte de este mundo, él no lleva portátil pero va trajeado y no sé qué es peor.
Y no sólo hay terrazas y friquis sino paraditas de antiguallas y variedades múltiples de objetos que exponen personas que sí que tienen hoy una razón para madrugar.
Sigo adelante y antes de sentarme en la terraza elegida entro a pedir mi café con leche. El camarero está solo y me responde de espaldas y con pocas ganas mientras coloca botellas de agua en la nevera. Ya estaba pidiendo demasiado, una terraza abierta un domingo a las ocho de la mañana con un camarero simpático…y con la Tuna cantándome las mañanitas estaréis pensando, no?
Me llevo el café con leche de dos euros con setenta y cinco a la mesa y disfruto de mi momento viendo despertarse a la ciudad que me tiene un trozo de corazón robado.
Mido mi fortaleza y mi bienestar en base a mi capacidad por esquivar el cigarro de después del café, me toreo el mono y apuesto por tener una mañana lúcida, pues me quedan pocos días por estos parajes y quiero tener el paladar limpio para saborearlos minuto a minuto.
Escribo y voy alzando la vista a los que comen churros, al hombre del puro, a Felipe III y al camarero de la terraza de al lado cansado de explicar a los guiris que si piden “coffee” tienen que especificar si es con leche, cortado, capuccino…etc.
Termino y doy la media vuelta a la media plaza que me quedaba por recorrer, sin poder detenerme demasiado en las paradas de monedas y sellos porque cada vez que lo intento el vendedor y los que le rodean me clavan la mirada de forma inquietante, supongo que llevo demasiada poca ropa, los pantalones ceñidos y cortos y la pequeña camiseta de tirantes me cubren lo justo para no ser denunciada por escándalo público pero no lo suficiente para pasar desapercibida. Me recojo el pelo, a ver si eso ayuda, pero no funciona y empieza a incomodarme demasiado la sensación de ser como esas reliquias expuestas en las mesas que tengo delante donde todos clavan las miradas. Pensaba que si no me pongo los tacones esto no tenía porqué suceder, pero por suerte no es así, y vuelvo a medirme pero esta vez con los ojos hipnotizados de los vendedores.
Me deslizo por los pasillos malolientes de debajo de los arcos y vuelvo a la calle Mayor, está bonito el día, me duelen los ojos y pienso en la siesta que me voy a regalar para curarlos un poco y pedirle perdón al domingo.
Recorro el puente de Segovia y mientras miro las cristaleras y pienso en los que se rindieron allí por completo me doy cuenta que mi cerebro está pensando en formato relato. Me asusto un poco por la sensación de estar poseída por una especie de apuntador o guionista. Me recuerdo a la tortuga Morla de la Historia Interminable y me digo a mi misma: “-Estamos bien, eh, vieja!...quién lo diría con lo que hemos sufrido…”.