Iniciado por
teo
La lluvia me obligó a modificar mi ruta de viaje, así que tuve que adentrarme en el subsuelo de la ciudad para llegar a mi destino. Cómo no, las Fuerzas del Mal andaban ociosas en esa desapacible tarde, y decidieron hacer rodar mi brújula, con la finalidad de que nunca arribara a la meta. Casi lo consiguieron, puesto que hasta por tres veces, tomé la dirección contraria a la que debía. Muy cercano ya al apartamento donde me esperaban ellas, (y tras recibir una llamada donde se me reclamaba con urgencia), Belzebú se alió con el Dios del viento, doblando por unos segundos mi paraguas, cosa que me obligó a encapucharme, siendo en esos momentos, el vivo retrato de un manifestante antisistema.
Tras unos veinte minutos de retraso, al fin me hallaba en la dirección requerida. Pulsado el timbre del interfono, aún quedaban obstáculos por solventar: el primero, una doble puerta que daba acceso al edificio, y cómo no, mi primera decisión estuvo exenta de éxito. La que abría era la de la izquierda, no la diestra; después, tocaba padecer la nula celeridad de un adormecido ascensor que parecía no querer llegar nunca. Sopesé la idea de subir andando, pero a saber dónde me hubieran dirigido esos peldaños.
Llamé a la puerta, sorprendido quizás de no estar tan alterado como en otras ocasiones, puede porque la última vez que entré a comprar en una tienda, la dependienta, muy amable, me indicó que no podía atenderme. Allí estaban mis benefactoras: Marien con su traje chaqueta, altísima y luciendo unas manos y un cutis tan cuidados como si fuera una escultura de mármol italiano recién esculpida. Y Paula, algo agazapada, con un atuendo similar al de su amiga, delgada, sonriente, recreando a la perfección la típica imagen de la oficinista que sin vestir de forma llamativa, te provoca con el mínimo gesto. Empezamos a charlar de manera distendida, ayudándonos de un aliado: Pedro Ximénez. "El vino dulce las vuelve locas", me había comentado hace años un experto conquistador. No sé si fué la bebida, o el poder de atracción de un servidor, pero ya en la pista donde debía celebrarse la partida, fuí consciente de lo que se me avecinaba: estaba sentado en una terraza de una heladería y había pedido el "especial": cuatro bolas de helado, barquillos, caramelo, sirope de fresa, chocolate caliente, almendra rallada, nata, sombrilla, y evidentemente, en medio, una fruta tropical del mismo color que los taxis de nuestra ciudad. ¿Podía yo hacer frente a ese mayúsculo pedido? Mientras la displicente Marien disponía unas toallas en el baño para que pasara a la ducha, Paula, con discretos movimientos había topado conmigo, iniciando los primeros tanteos. Los escarceos de su lengua no incluían ningún "Stop", y en seguida, nuestras manos empezaron a subir como una enredadera trepa por la pared de una casa. Marien nos sorprendió flirteando, y no tardó en unirse a esa piña. Ahí estaba yo, entre dos mujeres espectaculares que me asediaban y besaban como sorbe uno con fruición el caldo sobrante de una macedonia. Por fin sé cómo se siente una mortadela entre dos rebanadas de pan de molde. Tras el secado, aún cubierto por un pedazo de tela blanca que ocultaba mi intimidad, esperaba como un cóndor a sus presas, a mis acompañantes, tendidas en la cama, con sugerente y esmerada lencería. Alguien debía dar el primer paso, así que me despojé de la toalla, y me coloqué en medio de ellas. Ni cabe decir que mi personal goboya, (serpiente brasileña), había mostrado su curiosidad por conocerlas, e hizo acto de presencia en busca de mimos y cariños que no tardaron en llegar. La grácil Paula, volviose más atrevida y gritona de lo que pensaba, mientras Marien, algo más calmada, sabía la manera de estimular mis puntos que conectaban directamente con el éxtasis. Ambas estaban lampiñas en sus zonas más personales, y me vino a la cabeza una rotunda frase del compañero Kaiser:"Yo cuando me como un c... me gusta ponerme el babero". Uno me hubiera sido menester, efluvios femeninos embadurnaban mis mejillas, como empapan las de un bebé al que se le da una papilla en la tronera. En un par de ocasiones, corrí peligro de asfixia, una por cada "partener", y es que uno se implica mucho en lo que hace, aunque sea sorber horchata con una cañita. En esa incómoda postura que adoptamos los hombres para brindarles placer a ellas, recibí un trabajo desconocido por mí, en una zona que produce controversia y debate entre los hombres. Volviendo a estar estirado, (al día siguiente mi cuerpo pagó el haber adoptado durante minutos algunas extrañas posiciones; evoqué mi época de niño cuando me pasaba el verano trajinando en los hombros sacos enteros de girasoles), tocaba seguir jugando con el micrófono de teo. Las dos se peleaban por asirlo y cantar, así que al final optaron acertadamente por hacer un dúo. Escogieron de su repertorio una canción que recomiendo: "La cremallera". La función siguió repasando el texto sin prisas, palpando cada milímetro de esos cuerpos femeninos que me arrollaban. En ocasiones tuve la sensación de ser un producto que se mueve por la cinta transportadora de una máquina de una fábrica, y que va recibiendo constantes retoques a medida que va avanzando. No podía atenderlas a las dos, me faltaban brazos, así que después de realizar algunos ejercicios de hípica, se produjo una detonación. Nos habíamos excedido del tiempo pactado, y los tres estábamos tan impregnados de líquidos, como si hubiéramos estado vagando por las calles, donde por cierto, la lluvia persistía. Fué una tarde magnífica, una opción inmejorable para distraerse. Lo malo es que cuando uno prueba algo excelente, lo demás ya le parece poco. Gracias a Paula y a Montse por su franca simpatía, espontaneidad y por las horas que pasamos juntos. Habría que repetirlo.
Un beso, teo.