Soy seguidor del foro desde hace años, aunque ésta es la primera vez que posteo.
En un ejercicio de memoria (hace tiempo que no tengo experiencias en el terreno picospardos), me viene a la cabeza una experiencia en particular... quizás no sea la más bonita, ni siquiera la más excitante, pero tiene un hálito de tristeza incorporado que me invitaba a compartirla con vosotros.
Hace unos años (2003/2004) tenía la costumbre de buscar un polvo improvisado cuando volvía de fiesta, el viernes o el sábado. Evidentemente, entonces (y creo que ahora también) lo más seguro en caso de que se buscasen este tipo de experiencias a las cinco, las seis o incluso las siete de la mañana (después de la taja inevitable en discotecas como Sutton o Sala B) eran los alrededores del Camp Nou. Decenas de veces rebusqué entre las farolas de Gregorio Marañón, buscando entre inmigrantes del este semianoréxicas aquella gema que me hiciera sentirme vivo durante un momento, entre la niebla de la coca cola mezclada con alcohol.
En aquellos momentos, solía sentir un extraño sentimiento de éxtasis continuo, entre el miedo por las posibles ETDs y la euforia por encontrar una chica joven que fuese, al mismo tiempo, guapa, simpática y frenética en el acto sexual.
Solía llevarme a las chicas al ínclito Hotel Pedralbes (ahora cerrado), donde por 60 euros podía, al menos, ofrecerlas una cama y cierto confort, lo cual siempre agradecían, comparando la situación con las incomodidades de la intemperie o del asiento trasero del deportivo de turno.
Las experiencias de aquella época fueron muy diversas: desde algunas absolutamente sensuales y provechosas, a otras que destacaban por todo lo contrario. Entre las historias que podría mencionar (donde podría encontrar desde comedias románticas hasta historias de terror puro), destaco una que, por su tristeza, me conmovió entonces y lo sigue haciendo ahora.
Ella se llamaba Gisella, era italiana, de unos 23 años, dotada con una cara de ángel, una melena castaña rizada que le llegaba hasta la cintura, con un cuerpo de infarto, pizpireta, siempre de buen humor. Tenía su cuartel general cerca de la parada de metro de Palau Reial, en Diagonal, justo enfrente del colegio de Sant Raimon de Penyafort. Quedé con ella una noche de diciembre. Por primera vez (casi la última) me encontré con una chica de la noche que no sólo hablaba castellano perfectamente, sino que me trataba como si me conociese de toda la vida, y, además, disfrutaba del sexo conmigo (o al menos, eso me parecía a mí). Recuerdo que la primera noche nos besamos como sólo se besan los ligues de verdad, hasta el punto de que ella me tuvo que decir que teníamos que parar porque no podía enamorarse de un cliente... Sí, sabía como convertirse en adictiva.
Entre acto y acto, Gisella solía hablarme de su vida: era de Florencia. No tenía estudios. Había tenido un hijo con un ligue de adolescencia que salió mal, del que cuidaba su madre, y ella les enviaba el poco dinero que sacaba trabajando en la calle. Era independiente, y eso le acarreaba no pocos problemas: más de una vez las mafias (que según ella controlan el flujo de mujeres de la zona) le habían amenazado para que se fuera de allí, pero ella se negaba. Por eso estaba en Diagonal, y no más cerca del Camp Nou: había más luz, la policía pasaba más veces, y eso le daba seguridad.
Hacíamos el amor sin descanso, la hora se convertía en hora y media, dos... y ella siempre reía. Siempre reía.
Durante tres meses quedamos cuatro o cinco veces. Ella solía decirme que le recordaba a un chico que había conocido en Dinamarca (donde había trabajado antes de venir a Barcelona), y que le gustaba. Gemía como una niña pequeña, y su sexo parecía humedecerse con sólo sentir la presencia del mío.
Una vez se nos rompió el condón. Ella me dijo que no me preocupase, que estaba limpia. Y yo me enfadé (la verdad es que me cogió miedo)... y, por esta tontería estúpida, dejamos de vernos (a efectos aclaratorios, destaco que a raíz de esta experiencia dejé de hacer estas excursiones nocturnas, por puro pánico, y a los seis meses me hice las pruebas pertinentes, que repetí varias veces para estar seguro: afortunadamente, siempre han sido negativas; así que ella tenía razón).
Pero ésta no fue la última vez que vi a Gisella. Alrededor de un mes más tarde, empecé a pensar en ella y me entró la locura. Así que fui a verla para quedar con ella una vez más. Recuerdo que era un martes por la noche.
Primero pasé con el coche por delante suyo, aunque no paré. Ella me miró, dándose cuenta de que estaba por allí. Di la vuelta en el Princesa Sofía, volví a pasar... y ella estaba hablando, con semblante asustado, con un hombre de bastante mala pinta. Moreno, lleno de tatuajes, no muy alto y con nariz rota de boxeador. Me vio pasar, y se me quedó mirando, durante unos segundos, con ojos suplicantes... ¿me estaba pidiendo que parara? ¿Que la ayudase? Ese hombre... ¿era un policía de paisano o uno de esos mafiosos que la acosaban? Pero soy un cobarde. Me entró miedo y no paré. Sin embargo, cogí el valor suficiente como para hacer una pasada más... y ya no estaba. Había desaparecido de la faz de la tierra. Como si nunca hubiese existido.
Y nunca más reapareció.
He pasado muchas veces por delante (vivo fuera de Barcelona, y tengo que pasar por allí cada vez que quiero entrar en la ciudad), y tengo que admitir que a veces, con el rabillo del ojo, observo a las chicas que pueblan esa zona con la oculta esperanza de que una de ellas sea Gisella, pero aquella noche de marzo fue la última vez que la vi.